Ascensores

Hubo de reconocerse ingenuamente sorprendido cuando oyó de su existencia, aunque ese conocimiento no dejaba de ser una evidencia más de su ignorancia, otra que sumar a las que ya llevaba a cuestas, como todo humano que se precie. Es lo que tiene hacer de la vida un universo cerrado en el que solo caben tus cosas, tu gente y poco más, que acabas creyéndote que tu vida, tu mundo, es el mundo, y hasta el universo entero, con sus dioses y todo. Craso error y, por otra parte, bendita realidad, ya que gracias a ella, a ellas, si pueden decirse tantas, tantos pueden llevar unas existencias más o menos dignas sin amargarse porque sus mundos no sean el mundo, si es que el mundo, esa objetividad, existe y es real independientemente y al margen de los millones de habitantes que lo ocupan y conforman.

Ya, tampoco era para tanto, solo se trataba de un ascensor, pero era el ascensor de servicio, un artilugio que, puesto entonces a pensar, únicamente recordaba de las películas; el colega o sustituto de las escaleras de servicio por donde se colaban los cacos, los asesinos o los espías, o se escurrían los/las amantes cuando la otra parte de la pareja regresaba de improviso al hogar, a punto de descubrir la inevitable consecuencia de una mala convivencia. Una parte más del atrezo, algo que aparecía en las películas que se desarrollaban en barrios elegantes, casi siempre norteamericanos -de Nueva York-, que era el cine que habitualmente consumía. Se trataba de sus cuadrículas mentales, tal vez por eso cuando su amiga le dijo que acababa de llevar unas flores y por recomendación expresa, u orden, del portero físico -de carne y hueso, no licenciado- hubo de subir al sexto piso por el ascensor de servicio, que era lo indicado, se sintió sorprendido. También había ascensores de servicio, justo al lado.

Ella lo miró algo extrañada, advirtiendo su mínimo gesto de sorpresa, pero no le dijo nada, quizás porque para ella no lo era, sino su trabajo; estaba habituada a hacerlo, existían ascensores de servicio para el servicio, o sea, para todo aquello que no acompaña o es susceptible de deslustrar la dignidad de la consiguiente entrada y ascensor principal, probablemente más serio y elegante.

Sin embargo, lo que no dejaba de ser algo completamente intrascendente, o una solemne tontería, para él fue todo un descubrimiento, o debía decir redescubrimiento, la constatación de su ignorancia o aquello de ¡en qué mundo crees que vives! La normalidad del mundo real a la que al parecer vivía ajeno. Seguía habiendo escaleras de servicio, bueno, también ascensores, en su tiempo y en su ciudad. ¡Ah! esos mundos desconocidos que se desarrollan justo al lado de los nuestros y de los que no tenemos ni idea; tampoco de cómo funcionan o su importancia a la hora de, directa o indirectamente, conformar los propios, esos que creemos auténticos, tan nuestros, genuinos, puros, libres y todo lo que usted quiera.

Pero era inevitable que la primera sorpresa acabara torciéndole el gesto. Las clases de toda la vida, aquello de usted no puede subir por ahí porque por esa parte solo suben los señores, o los propietarios, y puede mancharlo con su presencia. Se trata de una cuestión que nada tiene que ver con la limpieza y sí con el orden, usted no es señor ni propietario y su sola presencia puede incomodar a quienes no tienen necesidad de tropezarse en su vida diaria con tipos de, digamos, otros estamentos sociales -jamás dirían menor nivel-, aun sabiendo que existen y en cierto modo sean necesarios, pero dentro de un orden, no nos confundamos; si empezamos a mezclarnos en el ascensor con el repartidor del supermercado, el mensajero, cualquier cobrador o el fontanero, las cosas pueden ir a peor. Vale que confraternices con ellos amablemente, con educación, también son personas humanas, pero de eso a enredarnos en el día a día, eso sí que no. Fuera, en la calle, donde todo se confunde, vale, no queda más remedio, es lo que tiene de emocionante vivir, pero ¿¡en mi propia casa!? Esa promiscuidad puede dar lugar a comportamientos y/o sensaciones de igualdad que ya no estarían nada bien. Cada cual en su sitio.

Detuvo en seco sus pensamientos y suspiró. Mejor no seguir por ahí, definitivamente se quedaba en su mundo, aunque en lo sucesivo no debería perder de vista a ese otro, aunque solo fuera como referente, no le apetecía vivir como un ignorante.

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