La red social

No sabría decir cuándo fue la primera vez que lo advirtió, si no algo raro si distinto, una sensación, una repetición o un déjà vu que cuando volvió a tocarle hizo algo más que picarle la curiosidad. Tampoco supo en qué cuenta lo sintió aquella primera vez -sí, sintió-, si amigo o simplemente conocido, en la publicidad de una empresa o a la hora de buscar tampoco recordaba qué; llegaba un momento en el que el tiempo perdía toda referencia, daba igual si durante horas sentado ante la pantalla o cuando, poseído por una necesidad que ya le gobernaba más de lo que quisiera, corría ante el teclado para colgar la última ocurrencia, una fotografía o la enésima trivialidad que acaba de vivir y que, en el colmo de la vanidad, sentía o necesitaba creer de interés para alguien más que no fuera él mismo. En sus momentos de lucidez llegaba a reconocer que sus obligaciones impuestas respecto a las redes sociales eran tanto una soberana gilipollez como la única forma que tenía de sentirse alguien en su frenética, aburrida y atolondrara existencia.

Solo tuvo que “pinchar” donde debía, previa consulta y experta información, para dar con los originales y las repeticiones, tanto de las historias, los textos como de las fotografías. Y cuando hubo hecho cálculos no tuvo más remedio que reconocer que dos tercios de las cuentas que tenía como amigas o conocidas simplemente eran bots, cuentas, comandos y funciones autónomas que cumplían roles humanos de amigos y conocidos en apariencia tan reales como las teclas que solía golpear cada día; pero eran mentira, no había nadie detrás de las historias, ni de las fotografías, extraídas de una gigantesca base de datos provenientes de personas que en muchos casos habían dejado de existir -luego no había posibilidad de reclamación. Rastros ya extintos transformados en carne de relleno para nuevos reclamos de gente guapa o simples aficionados a cualquiera fuera la dedicación en la que se entretuvieran tantas y tantas personas que de ese modo se creían vivas y sus gustos amigablemente reconocidos.

Luego, si concretaba, resulta que hablaba y mostraba sus caprichos a nadie, a cadenas de unos y ceros creados y organizados por cualquier avispado con segundas intenciones, acumular amigos y/o conocidos que en el fondo solo significaban posibles compradores o simples valedores de teorías, conspiraciones o vete a saber qué, cualquier cosa que se le ocurriera al dueño del invento con tal de obtener unos suculentos beneficios a costa de identidades, amistades o simples incautos que tarde o temprano darían sus frutos, cuantos más mejor. Y se vio a sí mismo como uno de los millones de pobres diablos que hacían de las redes sociales su sino, tímidos, incapaces, con problemas de relación o la autoestima por los suelos pegados de un modo u otro a un teclado y a un mundo ficticio que compensaba tanto vacío existencial como al parecer había por ahí. Que las tres cuartas partes de su mundo en la red no existiera tenía su miga, no por lo que pudieran conseguir de él, no le preocupaba, en su momento se propuso no gastar un euro mediante transacciones informáticas, sino que lo que creía que era un mundo feliz con el que se identificaba o hacia el que corría cuando a su cabecita se le ocurría alguna cosa que consideraba ingeniosa e interesante para los demás solo era la fría y automática parte de un negocio en el que el corazoncito, también el suyo, quedaba a la altura del betún, o sea, más carne de cañón, en este caso digital. Si algunos días, en su vida real, ya no levantaba cabeza, la otra tampoco servía, o era peor si cabe ¿a quién se dirigía? ¿con qué ilusión volvería a colgar lo que tocara si al otro lado no había prácticamente nadie? Nada, unos y ceros ordenados en algoritmos con apariencia y pensamiento humanos que cumplían una tarea recolectora de corazones solitarios. Cerró el portátil y se fue a la calle, necesitaba aire, o quizás personas que le miraran a la cara.

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