Sentado

Sentado, vuelto hacia la calle, otra vez, mirando el ir y venir de gente que no conoce, ni siquiera de vista, a pesar de vivir en la misma ciudad. Expulsado nuevamente de su sillón, única opción cuando la permanencia se antoja irritante, aunque solo sea por el ruido o simplemente saber que sigue allí, que todavía no se ha ido y aún tardará, embarcada en una sucesión de preparativos y pequeños olvidos a veces interminable. Mirando sin ver porque todavía le dura el cabreo y esa gente que va y viene no le va a sacar de él, tampoco la cerveza que acaban de ponerle en la mesa, a la que también mira preguntándole, sin respuesta, como tampoco se la podía ofrecer la mujer que le ha atendido con cara de pocos amigos, o quizás solo era inexperiencia, o un mal día, como él, y quién sabe si de rebote en el trabajo después de una discusión. Circulan por la calle papás y mamás con niños, ellas y ellos, indistintamente, los pequeños aparentando atención mientras los adultos hablan y gesticulan aconsejándoles, advirtiéndoles o reconviniéndoles antes de lo que parece un viaje, a juzgar por las bolsas y mochilas que llevan los mayores. Un sermón interminable que probablemente la mayor parte de los críos no escucha porque les importa más su futuro inmediato, el viaje, irse, dejar la rutina diaria, sus prohibiciones y la permanente obediencia; un breve periodo de libertad que pesa más de lo que sirve y en el que también puede haber enfados o discusiones, pero que no serán con los adultos de quienes dependen -causa de antemano perdida-, sino con otra u otros iguales, si es que merece la pena discutir.

Regresa mentalmente a casa y se la imagina ya vacía, podría volver ahora que ella no está, pero le da igual, la vuelta no solucionaría nada, le resultaría difícil concentrarse; queda esperar hasta la noche para verse de nuevo, uno y otra cansados por diferentes motivos y probablemente sin muchas ganas de sentarse y hablar, a pesar de saber muy bien que no hay otra opción antes de que pase el tiempo y sea peor, porque la tardanza siempre es peor. Llega un autobús y los chavales, agrupados al margen de los padres, se agitan y saltan excitados y nerviosos; los adultos siguen conversando y comentando el contenido de las bolsas, aquello que se ha olvidado o lo que no va a necesitar, o sí, porque mi hijo sí lo lleva. Da igual, ya es tarde y la chiquillería comienza a subir olvidada de sus bolsas y mochilas, lo que provoca que de inmediato sea reconvenida por el olvido y vuelta a asediar con las últimas advertencias; también los hay que, mejor adiestrados, no se han separado de sus respectivas cargas mientras esperaban diligentemente la llegada del vehículo junto a unos padres que sonreían y charlaban confiados. Da igual, una vez arriba y a salvo de adultos comienza el viaje, lo realmente importante, el viaje, da igual dónde, solos, con la ilusoria posibilidad de hacer casi lo que uno quiera. Qué felicidad tan extraña.

Pero vuelve a la discusión. No quiero un niño, no deseo un hijo, por nada en especial, y no me considero un egoísta por ello; no necesito lucir completo, ni que venga para completarnos cuando seguimos sin saber qué queremos juntos, o cuánto va a durar. Cuando no cesamos de lanzarnos preguntas con la mirada, sobre todo en esos siempre inesperados tiempos muertos o en los momentos que no estamos atados por obligaciones externas; cuando discutimos por no estar de acuerdo, cuando seguimos exigiendo un hueco “para nuestras cosas” del que el otro ha de quedar obligatoriamente fuera sin aportar razones convincentes para ello. Incapaces de llevar una discusión de una forma razonada, o perdiendo los papeles a las primeras de cambio, acabando de espaldas e incapaces de entendernos; los dos. Un “solos” o acompañados que, oyéndola, suena a definitivo; un lo tomas o lo dejas. Pero no estamos juntos para tener hijos, al menos yo no lo hice pensando en ello, ¿y ella sí? No acabo de creérmelo, tampoco lo hablamos, ¡cómo íbamos a hablarlo! Quedaba muy lejos, al menos eso pienso ahora, tampoco era necesario decirlo todo; cada cual forja planes y objetivos a medida de las posibilidades de hacerlos posibles, creo. Se va el autobús, qué felicidad para los chavales, apenas unos pocos se han despedido como debieran, mientras la mayoría ya andaba metida en faena, comienza el viaje.

Esta entrada fue publicada en Relatos. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario