Caminaba indolentemente con la mirada perdida, sin fijarla en ningún sitio, a esa hora de la tarde en la que al día ya no la queda mucho que decir, cansado y harto sin saberlo. Arrastraba, literalmente, un pequeño perro al que le hacía poco caso, una obligación, probablemente un capricho de su mujer. El animal se quedaba atrás, demorándose en sus cosas, hasta que era levantado de un tirón y lanzado un metro delante de su dueño; el animal regresaba a sus desvelos para volver a ser nuevamente levantado y llevado al orden, y así sucesivamente.
Entonces me acordé de una noticia leída hacía poco, en ella se decía, más o menos, que en la actualidad hay más hogares con mascotas que con niños menores de catorce años. Qué parte de la noticia tenía que ver con la moda, o negocio, de las mascotas y qué parte con la cada vez mayor soledad de las personas -incluso las que conviven con otras- son cuestiones que vienen al caso; y en qué porcentaje influye cada una de ellas a la hora de decidirse por una necesaria e indispensable compañía que asegure la salud mental del propietario y, por otra parte, compense nuestra propensión natural a la socialización era otra cuestión pertinente, sobre todo referido a lo que acababa de ver.
Luego salté, ignoró desde qué parte de mi subconsciente, hasta ese tipo más bien simple que, sin misericordia alguna, suelta ese supuestamente gracioso chascarrillo que dice “cuanto más conozco a la gente más me gusta mi perro”; quedándose tan pancho. Toda una declaración de principios. Supongo que tal certeza va de inteligencias, sobre todo porque hay gente a la que le gusta tener opiniones que no siempre comulgan con lo general, discuten, las defienden y además aportan argumentos que muchas veces no llegan a comprenderse, quizás porque necesitan algo de esfuerzo por nuestra parte, además de que si llegáramos a entenderlos igual nos convencían y nos hacían cambiar de opinión; porque uno no puede de dejar de ser quien es, eso sí que no. Mejor los animales y su inteligencia básica, fieles, obedientes, sin hacer preguntas y cuando no interesan con la posibilidad de arrojarlos en cualquier lugar, o como el tipo de más arriba, arrastrarlos como si fueran un objeto.
Igual el problema son los niños, y volví a tirar del hilo y me vino a la memoria un comentario que siempre me ha llamado la atención, ocurría cuando alguna mujer se acercaba para ver a algún recién nacido o bebé de meses o pocos años, y tras admirarlo y decirle las gracias pertinentes se dirigía a la madre para sermonearle en forma de lamento que lo disfrutara ahora, era la mejor época, porque luego crecen y se vuelven insoportables. Nunca me gustó y en cierto modo me molestaba porque siempre he pensado que lo mejor de los niños es verlos crecer, y saborearlo, y responder a sus preguntas -por muy difíciles que parezcan-, y orientarles y admirarlos cuando comienzan a abrirse paso por sí mismos hasta el éxito de un adulto feliz. Y me detuve en esas jóvenes y felices parejas que salen del vehículo cada uno con un perro, tan contentos; no sé si mientras o definitivos, pero de lo que no cabe ninguna duda es que son mucho más manejables que los niños, además de que también tienen derecho a ser considerados como otro miembro familiar más.
Y para rizar el rizo acabé con un final de altura, como no podía ser menos, todo esto me llevó al señor Bauman y su “sociedad líquida”, ese temor a establecer relaciones personales duraderas que impliquen demasiadas responsabilidades o compromisos sólidos, incluso a largo plazo. Mejor dejarlo en simples conexiones que nos permitan seguir siendo quienes somos (¿?); cómo si no fuera el cambio el motor de nuestras vidas. En fin, lo que puede dar de sí un tipo tirando de un perro.