Cualquier persona que siga de un modo u otro la situación en Ucrania probablemente ya habrá hecho o tendrá una valoración propia sobre lo que allí viene sucediendo, o no, porque también hay gente que es capaz de vivir al margen de lo que sucede en ese enorme resto del mundo que no es el propio, y quizás convencida de que aquello y lo suyo son cosas distintas, sin apenas relación; otra cuestión es de lo que uno mismo sea capaz de autoconvencerse con tal de llevar vida y cosas de un modo más o menos normal o decente, dentro de lo que cabe.
Quizás nos habremos posicionado de un lado u otro, sin otro conocimiento que el extraído de una moralidad básica acerca de lo que está bien y lo que está mal, a la que añadir hipótesis, opiniones y comentarios de personas y lugares, físicos u on line, habituales o cercanos a la hora elaborar la propia concepción de la vida y el mundo en el que vivimos. Y seguro que también hemos oído, o leído, infinidad de condenas y valoraciones procedentes de todo tipo de voces, plumas y pensamientos, más o menos acertadas, incluso disparatadas, o coincidentes con las propias.
Como habremos sentido miedo o ciertos temores si, por cualquier circunstancia, tuviéramos la desgracia, o mala suerte, de ser alcanzados por los mismos sucesos u otros similares, da igual si relacionados o no, aquí y ahora, justo dónde nos hallamos; hasta el punto de que distancia deje de ser sinónimo de seguridad. Y puede que a continuación hayamos tomado conciencia de la terrible crueldad e inutilidad de la guerra, cualquier guerra, pasada o presente, sintiendo un estremecimiento porque todavía haya individuos que ven en la violencia un modo de vida, o de convivencia.
Incluso cabe la posibilidad de que nos hayamos preguntado seriamente si también nosotros somos sujetos morales capaces de emitir juicios más o menos razonados, individuos con opiniones claras y contrastadas sobre el bien y el mal respecto a los asuntos y actos humanos, tanto individuales como colectivos… y sorprendentemente descubierto la inutilidad de tales pensamientos, principios o convicciones cuando hay personas que pierden todo en cuestión de segundos sin que puedan hacer nada por evitarlo -¡todo!-, tanto su realidad como sus sueños, e inmediatamente supuesto o imaginado cómo nos afectaría a nosotros una situación similar -¿qué haríamos?-, circunstancia que tal vez hayamos asumido o intentado solventar, incluso violentamente, tras el primer pasmo, al sentirnos también víctimas sin voz ni voto.
Tal vez intrigados al comprobar que con la moral no basta, es necesaria pero inútil cuando no consigue detener situaciones reales como la guerra, y probablemente a continuación hemos perdido interés por saber o leer opiniones y juicios más y menos morales, acertados, sabios o inteligentes que nada pueden hacer por remediar aquello, porque estar de acuerdo no conduce a nada práctico, únicamente a estar de acuerdo mientras permanecemos detenidos cada cual en su lugar, de momento seguros, seguridad que hace inservible e inutiliza nuestra opinión porque es lo mismo que nada, un mero e inactivo estar de acuerdo.
Qué hacer, sería la siguiente pregunta, y ahí volveríamos a detenernos, ¿quién? ¿yo? ¿nosotros? Para a continuación confirmar la desoladora realidad de nuestra pequeñez, de nuestra irrelevancia, de nuestro rol de víctima sujeta a movimientos ajenos respecto a los que nada podemos hacer cuando pasan por nuestro lado, por encima o directamente nos arrollan haciéndonos desaparecer.
Vivimos permanentemente a la espera -en cierto modo vivir es una espera, un mientras-, en parte colectivamente ausentes, protegidos por una especie de salvoconducto que nadie nos ha concedido y nada garantiza porque tampoco es real. No basta con hacernos preguntas, aunque siempre sean necesarias, es uno de los motivos por los que seguimos aquí, las respuestas son otro cantar, y solo son válidas las que se materializan mediante sucesos reales. Nos queda suspirar.