Hay un tema en la notable y descarnada película de Paul Schrader, First Reformed, al que le he seguido dando vueltas después de su, por mi parte, tardío visionado. Se trata de la escasa o nula incidencia y consiguiente preocupación que en las grandes religiones monoteístas vigentes tiene la destrucción por parte del hombre de la superficie del planeta donde habita. Desconozco si existen motivos que justifiquen tal insensibilidad, aunque también puede ser pura indiferencia, cuando no supina ignorancia. Es cierto que sus sagrados libros de referencia hacen una mención más bien breve, algo así como para salir del paso, de la realidad terrenal, nada extraño teniendo en cuenta que las principales religiones en vigencia actualmente son originarias de unas épocas en las que el planeta todavía era un desconocido inabarcable, el mero suelo sin límites ni horizontes por donde se movía la especie, nada preocupante o interesante porque simplemente estaba y había estado allí desde siempre, vulgar escenario sobre el que la humanidad desarrollaba lo que luego le gustaría llamar su epopeya, y poco más.
Aparece, en el caso de La Biblia, como el inevitable capítulo obligatorio que la racionalidad humana necesita para situarse, y situarnos, en su obsesión por fijar un principio; pero, como digo, es más una cuestión de razón y orden indispensable a la hora de organizar una historia que convertir en dogma, más o menos convincente y creíble, que una premisa ineludible. Es cierto que al tratarse de una especie de representación de la omnipotencia del Creador el resultado final ha de ser magnífico, una armónica, perfecta y bella Creación -en mayúsculas-, retórica obligada que de idea del enorme poder que atesora el Creador del hombre -lo realmente importante-, así, en obligado masculino, otra cuestión más bien sospechosa respecto de la catadura, linaje e intenciones que regían los proyectos de los primeros organizadores de la doctrina.
Si tal y como afirman las religiones monoteístas este planeta es también creación de Dios, Su Obra, aunque no la principal, deberían estar muy preocupados por el estado en el que lo estamos dejando para las generaciones venideras; qué mundo tendrán si seguimos comportándonos y actuando del modo en el que actualmente lo hacemos, expoliando y destruyendo sistemáticamente el hogar que nos ha permitido existir y evolucionar, como lo ha hecho y hace con la infinidad de seres vivos que pululan sobre su corteza.
Aunque creo que, desgraciadamente, para las grandes religiones monoteístas esta tierra está dejada de la mano de Dios, nunca mejor dicho, el flagrante y acelerado deterioro de la superficie terrestre es completamente indiferente a los respectivos pastores de los rebaños religiosos, ni les preocupa e ignoran cómo meterle mano al problema, ni siquiera para salir del paso; o que simplemente sea un problema. El caso es que, bien visto, no hay tal problema, las religiones siempre han apuntado hacia otro lado, le interesan las ovejas del rebaño, su respiración, sus devaneos y posibles descarríos, no el estado en el que dejan los pastos donde viven y prosperan, pura materia corrupta y corruptible, algo despreciable. ¿Qué significa esta minúscula bola de materia comparada con la inmensidad del paraíso celestial? Pero ¿es o no es pecado destruir la Obra del Creador? Pregunta errónea, porque, qué pinta el planeta si desde el principio el meollo de la cuestión, el objeto a perseguir, han sido las almas -el espíritu-, lo que quiera que sean o signifiquen. La tierra no deja de ser elemento corruptible y es más que probable que no entre dentro de los planes de Dios; entonces ¿solo la creo como un lugar en el que situar los cuerpos materiales, una especie de teatrillo o escenario en el que pudiera desarrollarse la tragedia material humana?