La nueva moda de los discos de vinilo, ese supuesto renacer -otro negocio con demasiados puntos oscuros-, no deja de ser precisamente eso, una moda que en el fondo no tiene mucho que ver con la música, que es de lo que va el invento.
Hubo un tiempo en el que no había nada como experimentar el placer de tener en las manos el estuche de un disco de vinilo, ojearlo, darle la vuelta para disfrutar de la contraportada, del diseño, los grafismos y textos, etc. Abrirlo -si era posible-, buscar las letras y asomarse al interior para comprobar si la funda del vinilo era de plástico o papel, y tal vez descubrir alguna hoja o cuaderno con más fotografías, textos, las letras -por fin. Eso antes de sacar el disco, con los dedos y sumo cuidado de no plantar la zarpa o dejar huellas en su superficie; comprobar el corte y la calidad del vinilo, así como su impresión, limpiarlo a conciencia con un antipolvo y a continuación depositarlo en el giradiscos, levantar el brazo y con tacto situar la aguja en el primer microsurco. Luego venía la escucha, cómodamente instalado y, a ser posible, en un equipo medianamente decente -desde la aguja hasta las pantallas acústicas-, además de correctamente dispuesto. La música, al fin, el motivo de la compra, lo que realmente tocaba disfrutar, o decepcionarse si el disco no era interesante o tan bueno como prometía. En última instancia quedaba escucharlo y disfrutarlo tantas veces como desearas.
También tuvieron su oportunidad los casetes, más económicos -no siempre-, austeros, espartanos o simples. Una cajita con información muy apretujada, o mínima, que también ofrecía la misma música envasada que podías escuchar y disfrutar en un buen equipo; lo realmente importante. Ni que decir tiene que el ceremonial previo a su audición era inexistente, sin encanto. Tocaba tirar con lo que en esos momentos y circunstancias uno disponía.
Luego vinieron los discos compactos, menos románticos pero con un sonido más limpio; los costes de fabricación eran muchísimos más bajos y los precios al público iguales, o superiores, a los vinilos; pero se trataba del futuro. Más fríos y menos espectaculares, con una grafismo e información demasiado comprimidos. Se acabaron los ceremoniales, pero se trataba de escuchar música y aquello la reproducía de una forma mucho más detallada; desaparecido el rozamiento del diamante en el microsurco el láser ofrecía un sonido sin roces ni polvo. Como en la mayor o menor pixelación de cualquier imagen y su consiguiente nitidez, la calidad digital del reproductor ofrecía detalles hasta más allá del límite del oído humano. Con la muy importante novedad de que en este caso no tenías que levantarte para darle la vuelta al disco y escuchar la cara b, todo un lujo que, con un mando a distancia, podía prolongar las escuchas y su disfrute sin interrupciones las veces que quisieras. El resultado final también tenía que ver con la calidad del equipo y era cuestión de bolsillo, pero si te gusta la música… Por entonces ya sonaban las absurdas discusiones entre, digamos, antiguos y modernos sobre qué soporte ofrecía más calidad y detalles de sonido, es decir, se oía mejor; una pugna que podía ser interminable porque dependía tanto de la grabación como de las virtudes del equipo tomado como referencia por los discutidores. Discusiones en las que solía olvidarse lo realmente importante, la música, porque se trataba de música, independientemente del mayor o menor romanticismo de soportes y envoltorios.
Hablo de escuchar música, escuchar y disfrutar, independientemente de detalles, placeres o ceremonias previas, igualmente atractivas pero que son otra cosa que escuchar música. Música que eliges, adquieres y disfrutas porque te gusta tal o cual tipo o artista y entiendes que un disco suele ser el soporte en el que ofrecer una obra concreta con principio y final. No hablo de emisoras, aplicaciones o portales informáticos que presumen de atracarte de la misma música las veinticuatro horas del día porque piensan que careces de discernimiento, presumiendo además de saber lo que prefieres -mejor incluso que tú mismo. Te gusta la música y eliges qué, cuándo y cómo, no hay otro modo, y desconfías de supuestos expertos que en muchos casos no desean otra cosa que ningunearte a costa de hacerte perder el criterio.
Y para escuchar y disfrutar la música también sirve, por ejemplo y al margen de nostalgias, romanticismos y discusiones estúpidas, una pequeña memoria USB que tú mismo te has encargado previamente de seleccionar y almacenar, en número casi ilimitado, decenas y decenas de discos y canciones que puedes escuchar cuando y de la forma y modo que desees. Es cierto que ha desaparecido toda estética y ceremonial porque nos hemos centrado en lo más importante, el motivo principal, la música, su escucha y el placer de su disfrute. Así que, olvidadas las aburridas discusiones respecto al mejor soporte, si las grabaciones son decentes y también la calidad del equipo reproductor estamos ante el mayor gozo, poder elegir desde el mismo lugar qué música deseas escuchar, cómo, o cuánta, porque el placer no puede tener fin, tanto como el cuerpo o el ánimo aguante.