Hablaba como si le hubiera picado un bicho, sin medida, viniera a cuento o no, daba igual el tema, como esas personas que necesitan hacerse presentes oyéndose a sí mismas, probablemente porque de lo contrario nadie mostraría interés en ellas. En su inclemente perorata salpicaba su estridente tono, muy cercano al grito, con tacos, desprecios y groserías sin cuento a las que tampoco nadie hacía caso, por costumbre y porque en el fondo era una pérdida de tiempo. En todas las familias suele haber un bufón al que se tolera porque no merece el gesto de pararle los pies -aunque algunos juren que en ocasiones resulta ocurrente, hasta gracioso-, también porque el interesado o interesada, tan limitada en su dicharachera obsesión, no se daría por aludida, es decir, no se enteraría de qué era exactamente lo que le estaban diciendo. Ella hablaba porque le apetecía hablar, y al que le molestara o no estuviera de acuerdo que abriera la boca, allí estaba ella, permanentemente a la defensiva, dispuesta a responder a cualquiera, ¡o es que no iba a poder decir lo que le diera la gana! Hablar era una de sus habilidades, probablemente así lo creía, una de sus destrezas que surgían de una necesidad íntima por hacerse notar, tal vez una deuda consigo misma o un problema mucho más gordo, no sé, algo.
Es lo que tienen las reuniones entre parientes, que no familiares, la familia creo que es otra cosa en la que no es indispensable la sangre; por eso sucede que en más ocasiones de las deseadas la sangre lo pone todo perdido, pero no puedes quejarte ni decir nada al respecto porque siempre hay alguien a tu lado, con un cuajo curtido con el paso de los años, que te susurra al oído que las cosas son así y de ese modo hay que tomarlas, es lo normal. No obstante, se juntan grupos de lo más variopinto en los que afortunadamente y por principio suele primar la cordura y el respeto mutuo, como son incontables los “como esta vez me toquen los cojones se van a enterar” que se quedan en nada. ¡Para una vez que nos vemos! Se trata de verse las caras, preguntarse qué tal, pasar el rato, comer, beber -¡uf! ¡menos mal!-… que era lo que ya hacía una parte de la pequeña congregación, tal vez no tan participativa pero dispuesta a soportar el trago de la mejor forma posible, con más tragos, también porque cada año se lleva peor el invento y la incomodidad va siendo general -demasiados agregados. O quizás sean los bebedores los inaguantables, los que arrastran más morralla en forma de incomodidad permanente, problemas de indefinición o antiguas causas pendientes con dudosos y confusos nombres y fechas; los mismos que en un momento de lúcida sobriedad decidieron que las reuniones familiares no iban a aguarles la fiesta, no importaba, se quedarían, quedarse era su forma de rebelarse o hacerse valer -o tal vez es que no tienen quién los soporte o dónde caerse muertos. Además, siempre puedes pasártelo bien, antes que permanecer atornillados a las sillas mirándose unos a otros de reojo como zamujos mal follados.
Los de las copas iban perdiendo la vergüenza y ya canturreaban por lo bajini, y en sus caras comenzaba a dibujarse la salvadora liberación del baile, tan necesaria para mentes en permanente estado de ansiedad y una alegre e intrascendente alternativa -¡ojo! e inocente- ante el plomo general. Bebiendo, cantando y bailando puedo intimar con quien siempre me ha caído mal o creo que no es buena gente, incluso puede que luego, con el paso de los años, lo recuerde con… no sé cómo llamarlo. Y las cosas prosiguieron como no podía ser de otro modo, la habladora enganchada a su propia intrascendencia, o tal vez ya frustración, hablando y hablando, ajena al mundo y sin percatarse de que en el jaleo general su presencia, ahora completa invisibilidad, había sido engullida por esa relajada y permisiva alegría que promueven los excesos etílicos, la risa fácil y una condescendiente indulgencia general que, como ofrenda a los buenos momentos luego recordados con esa inocente media sonrisa de satisfacción, tolera lo que solo allí y entonces puede suceder. La cuestión era que aquello no doliera y pasara pronto, porque en el fondo todos estaban deseando que el tiempo corriera hasta esa hora prudencial -¿cuándo es esa hora prudencial?- en la que alguien o algo vendría para sacarles de allí… o no, ahora que el fastidio, las reservas y prevenciones se habían casi diluido y las cosas pintaban tan estupendamente -¡tampoco era para tanto! Hasta la próxima, ¡ha estado de puta madre! un placer.