Fascismo casero

El título de estas letras me parece corto porque habría que resaltar, probablemente entre paréntesis, que esos fascismos son los peores, los más dañinos y crueles, tanto por su violencia institucional más que evidente -soterrada o no- como por la ignorancia e impotencia de muchos de quienes los ponen en práctica, incluso en contra de su propia voluntad y realidad social.

Imagine que su hija o hijo decide estudiar un grado o ciclo superior en una comunidad que no es en la que reside -en la suya no existe tal posibilidad-, es una de las opciones más cercana, la calidad del centro le precede y el lugar donde está situado también es de su agrado. Conviene hacer notar que es el propio centro el que se ofrece a todos los alumnos del país, a todo alumno/a que desee y pueda trasladarse, además de costearse la instancia. Lo que no deja de ser una excelente oportunidad para aprender aquello que te gusta mientras conoces otra ciudad, su zona, sus gentes y labrarte un futuro, y quién sabe si establecerte de forma más o menos definitiva. Estos ofrecimientos siempre son de agradecer por lo que dicen de quienes los practican, abrirse al mundo, a otras gentes, ofreciendo lo que se tiene y brindando la oportunidad para que nos conozcan y nos quieran.

Desgraciadamente se trata de una hipótesis en exceso buenista que, sobre el papel, sostiene esa parte más humana de las personas que piensa que estamos aquí para conocernos, entendernos y colaborar, y ayudarnos; para saborear nuestras pequeñas diferencias, siempre bienvenidas e interesantes para cualquier persona medianamente inteligente capaz de apreciar, aprender y disfrutar de y con ellas. La cruda realidad, en cambio, es completamente distinta. Usted acudirá al centro elegido, incluso se dará una paliza conduciendo porque se enteró de la admisión a última hora y todavía tiene que buscar un alojamiento para su hijo/a, lo/a dejará en la puerta puntualmente y aguardará su salida mientras curiosea lugares y alquileres para ir adelantando terreno. Y cuando al final de la mañana vuelven felizmente a verse el resultado no puede ser más desolador; la cara de su retoño es lo suficientemente explícita, seria, además de triste, con una rabia contenida que, dependiendo del carácter, se pasará tarde o temprano, cosa que no sucederá con la experiencia vivida, algo que probablemente no olvidará en toda su vida.

Resulta que las clases se imparten en una lengua local que su hijo/a desconoce por completo -exámenes incluidos-, por ley, como se encarga de afirmar, sin ningún género de duda, cualquiera preguntado en el centro. Ningún docente, visiblemente atados por un temor y violencia contenidos, ofrece ayuda de ningún tipo para facilitar la adaptación, como tampoco existe, por parte del centro, ninguna opción a la hora de ofrecer un periodo de conciliación, ya sea mediante clases de apoyo en la lengua local u otro tipo de facilidades, el tiempo suficiente para que los nuevos alumnos puedan adaptarse e integrarse como uno más. Todo eso es así, repito, por ley, cantinela con la que todos los preguntados se excusan lavándose las manos. Así que, después del mal trago y las oscuras perspectivas para un adolescente todavía menor de edad, se dan la vuelta y regresan por donde han venido. En primera instancia su hijo/a acaba de ser directamente expulsado del centro y la ciudad.

Luego pregúntese por qué, por qué en un país en el que algunas zonas poseen dos lenguas el ciudadano normal y corriente no puede elegir libremente la que desea hablar y sus hijos sean educados, por ley. Quizás sea porque, de ser así, de gozar el ciudadano de libertad para elegir, probablemente la lengua local perdería vigencia y valor, no por nada especial, sino por simples y evidentes cuestiones prácticas, de existencia y de relación con los demás. ¡Ah! y añada a su frustración que en su deambular matutino, tanto en la calle como en el interior del centro, solo ha oído hablar en castellano, desde la chavalería más variopinta hasta el jubilado más respetable.

Quizás sea apuntar demasiado alto -solo es cuestión de querer entender-, pero los nazis obligaban a cualquiera que no fuera como ellos a exilarse, si antes no lo detenían, lo deportaban o asesinaban, por ley, una especie de ley sagrada propugnada por cabecillas tan nacionalistas como provincianos, racistas, corporativistas y antidemocráticos, totalmente contraria a unos mínimos derechos de libertad. Probablemente habrán visitado países en los que los locales se han desecho en esfuerzos a la hora de facilitarle la estancia y el entendimiento, en este país no, en ciertas autonomías prima un fascismo de baja graduación inducido por unas instituciones en manos de una caciquería local que se alimenta y alimenta a los ciudadanos con un odio que nace de sus propias limitaciones e impotencia -a fin de cuentas fascismo puro y duro-; un fascismo que tiene como objetivo expulsar al que no es como ellos y que genera entre sus habitantes un desprecio indisimulado fruto del temor, temor que luego se transformará en odio y violencia; abono arrojado con evidente desprecio a la parte más ignorante de la población.

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