Imaginen que llegan a una playa deseando darse un baño y cuando asoman por encima de las dunas que la rodean solo ven olas salpicadas de puntos negros ocupando la mayor parte del frente del mar, hombres y mujeres acicalados de neopreno caídos en tablas de todos los tamaños y colores listos para arrasar con lo que pillen a su paso, usted incluido, a la vez que aburriéndose porque el mar sea solo mar.
Vuelvan a imaginar que en los próximos días comienzan las representaciones de una obra de teatro a la que les gustaría asistir -programada durante todo un mes- y cuando intenta adquirir una entrada le informan que está todo completo, sí, todo el mes.
Y vuelvo a pedirles que se imaginen regresando a un pueblecito en el que siempre les ha gustado comer, desde hace la tira de años -en lo que ni siquiera era plaza se juntaban, a lo sumo, cuatro o cinco coches-, y cuando intenta acceder se encuentra con centenares de vehículos aparcados o intentando aparcar, probablemente queriendo lo mismo que usted, por lo que tiene que dar media vuelta y regresar por donde ha venido.
Desde que tengo memoria el acceso a lugares y espectáculos, públicos o privados, de cualquier tipo no fue un problema especialmente relevante, el personal se repartía diligentemente y sin aglomeraciones por aquí y por allá según gustos y preferencias, no a todos nos apetecía lo mismo, luego todos nos podíamos permitir frecuentar lugares y acontecimientos que nos resultaban particularmente queridos o cercanos sin muchos problemas. Es cierto que había momentos, situaciones y circunstancias que no dejaban de ser especiales y te ponían en guardia si aspirabas a acudir o participar en aquello, pero, repito, eran circunstancias, momentos o lugares excepcionales, tal y como siempre los ha habido. No sabría decir a partir de cuando comencé a notar un cambio, o el cambio, en el número y afluencia, probablemente fue produciéndose de manera imperceptible, poco a poco interiorizado y solo más tarde apreciado en su justa medida, aunque decir justa medida sería casi como decir niveles alarmantes. Ahora el acceso se ha vuelto tan complicado y difícil que las propias ganas desaparecen después de una cansada, enervante e infructuosa sucesión de intentos.
Tal vez sea porque estamos mucha más gente que entonces -no siendo entonces un momento o año preciso. Es cierto que el número de habitantes ha aumentado de forma apreciable, junto al nivel económico general y quiero suponer que también el cultural, a lo que sumar unos medios de comunicación, o cualquier aplicación de internet con una página de acceso, en la imperiosa obligación de rellenar huecos y más huecos con cualquier suceso, acontecimiento, espectáculo, concierto, lugar o exposición susceptible de generar ingresos publicitarios. Sin olvidar unas redes sociales que, con tal de atraer visitas potencialmente clientelares, se encargan de propagar a los cuatro vientos todo aquello que huela a negocio. Fruto de toda esta paranoia es la obligación de tachar cualquier lugar, suceso o acontecimiento de extraordinario, inolvidable o histórico, con lo que la materia prima con la que se elaboran los sueños es prácticamente todo. Y la víctima propiciatoria de todo este entramado es un tipo tan aburrido como desorientado permanentemente a la carrera con tal de salir en la foto, sujeto de negocio con solo disponer de unas pocas monedas, o billetes -mejor tarjeta de crédito- que puedan ser hábilmente exprimidos y embolsados para, paradójicamente, orgullo y engorde del burlado; da igual lo que le guste o importe y si lo vive como un auténtico coñazo.
No recuerdo si he dicho en algún otro momento que hoy los gustos y aficiones de la gente se fabrican en los departamentos de marketing de cualquier multinacional que se precie. Usted no siempre es o ha sido aficionado, o le ha gustado tal o cual cosa -como jamás imaginó que en algún momento lo sería o le gustaría; aquellos sí. Hoy las aficiones y los gustos simplemente se fabrican, bueno, esto viene sucediendo desde hace ya tiempo, para eso sirven los departamentos creativos, para ir instalando en el subconsciente del personal pequeñas piezas y sugerencias que darán consistencia a sus gustos y aficiones de mañana; eso sí, con todo respeto hacia el cliente a la hora de hacerle creer que en el fondo la idea ha sido suya en exclusividad o siempre fue aficionado, incluso que aquello va con sus gustos y carácter y, si ha de ser sincero, recuerda ese gusanillo que siempre ha estado ahí, en algún sitio de su cabeza. No hace falta decir que ese tipo de recuerdos y preferencias son unos argumentos tan caprichosos como cortos, fabricados in situ en función de unas necesidades y/o apetencias sobre las cuales jamás nos preguntamos, y de las que si es preciso hablamos y organizamos como si hubieran sido y estado ahí desde siempre; uno es así desde que era un mocoso, y puedo asegurarlo sin ningún género de duda. Fin de la historia.
PD. En este caso no se trata de qué fue antes, si el huevo o la gallina, porque hay trampa. La próxima vez que intente acudir o practicar alguna novedad piense antes por qué; si le gusta y disfruta felicidades, pero aun así nunca olvide que siempre hay alguien, o algún departamento o think tank económico, ocupándose de usted como potencial consumidor. En realidad usted es consumidor antes que persona.