Hay infinidad de buenos momentos que pasan delante de nuestras narices y nosotros simplemente no estamos, atendemos a otras cosas -no necesariamente el teléfono móvil- o no disponemos nuestra atención como merece, por lo que dejamos pasar algo irrecuperable que no tiene por qué ser definitivo, habrá otras ocasiones, la cuestión es en qué estaremos entonces si no somos capaces de advertir y saborear esos instantes tan hermosos como únicos.
Esas circunstancias pueden darse a cualquier hora y lugar, inesperadamente, y solo es necesario estar allí, como suele decirse, en cuerpo y alma, permitiendo que los segundos vayan resbalando dulcemente sobre nuestra piel al tiempo que nos van proporcionando ese placer único sentido como el mejor lugar del mundo en el que precisamente en esos momentos uno puede estar. Algo así volvió a sucederme hace unos días, el lugar era el pueblo gallego de Noia y el momento los minutos previos a la puesta del sol; coincidían la ausencia de cansancio después de un viaje largo y las ganas de reposar paseando las primeras horas de una estancia que recién comenzaba, respirando la templanza del final del día a la par que observando. Intentando adivinar el pulso de un lugar en celebraciones, bajo un cielo completamente azul en un lugar en el que el azul se vende muy caro, y como fondo una iglesia de planta románica y un pórtico poblado con figuras en piedra que probablemente no entenderían ni pizca de lo que allí estaba sucediendo. Completaba el conjunto un escenario que centraba la atención de la pequeña plaza en el que comenzaba a oficiar un grupo de rock vasco -Shinova, creo que se llamaba, se llama- que sonaba mucho mejor de lo que, no sé por qué, cabría esperarse. Tocaba, pues, buscar asiento a medida que la última claridad del día daba paso a una noche tan limpia como oscura, sin perder detalle de los tipos sobre el escenario, que poco a poco iban desgranando un muy buen hacer en el que sobresalían tanto la experiencia como las canciones, letras incluidas. Entonces pensé que todos los que estábamos allí reunidos, en aquella pequeña plaza, tanto arriba como abajo del escenario, sabíamos de las dificultades y la excepcionalidad de lo que en aquellos momentos estábamos viviendo, un concierto, en los tiempos que corren, tal vez por eso el disfrute era mayor, como así mostraba una nutrida platea de seguidores que coreaban y aplaudían cada una de las canciones. Como también lo hacíamos nosotros, o la gente de fiesta yendo y viniendo de forma más bien tímida, todavía acosada por precauciones, tanto públicas como privadas, aún cauta y algo recelosa pero necesitada de esas pequeñas alegrías que proporciona el estar donde toca porque en ese momento y lugar es lo que toca. Tal y como ha sucedido desde siempre, ese siempre en el que nunca nos detenemos pero que se echa de menos cuando una interrupción como la de esta pandemia rompe una rutina festiva anual de la que jamás nos habíamos preocupado.
Van sucediéndose los minutos y el concierto sube de tono, la gente del escenario lo sabe y se esmera pidiendo colaboración e invitando a tararear unas letras que nos alientan a vivir y sentirnos felices, tan a gusto por escucharlas por primera vez como por conectar con ellas, con sus intenciones, en esta especie de comunión de años de vacas flacas que, si cabe, nos proporciona mucha más alegría. Las luces iluminan tanto la fachada de la iglesia como la noche, también a nosotros, gustosos de estar allí y disfrutar con aquella gente un tiempo que a pesar de no ser el nuestro mágicamente nos ha convertido en uno más a la hora de compartir el mismo aliento. Nos sumamos al resto para que este tiempo compartido no se detenga; van sonando las últimas canciones, entre ellas ese “Qué casualidad” que da nombre a estas letras; qué casualidad estar allí, qué casualidad coincidir en la misma alegría, qué casualidad ese cielo inmenso sin nubes; qué casualidad, ya es mañana y seguimos tal que ayer.