Suma cero

Como en cualquier otro lugar el comedor bullía de clientes tan lentos como despreocupados, saludándose unos segundos antes de tropezar o deteniéndose in extremis cuando un empleado del servicio pasaba raudo a su lado absorto en sus ocupaciones. El mismo escenario se repetía de forma progresiva hasta alcanzar la totalidad de una sociedad que tampoco tenía prisa, sí tiempo, pero un tiempo que más bien era prolongación de un mismo presente repetido hasta la saciedad.

De cómo y por qué se había llegado a esta situación nadie hablaba, ni siquiera como curiosidad, era lo que era, fue una elección tomada en su momento, un momento ya pasado y por ello completamente cerrado. Decidieron quienes podían decidir, quienes disponían de los medios y su control; que hubieran tomado una decisión tan inmovilista y retrógrada y nada humanitaria no fue en su momento una cuestión negociable, mucho menos ahora. Tras una serie de desastres sanitarios a escala planetaria que dejaron a la población muy mermada y completamente desmoralizada se decidió que el futuro carecía de sentido. El progreso dejó de ser obligatorio puesto que no había hacía dónde ni para qué, la siguiente alarma podría ser definitiva y tampoco merecía la pena perpetrarse de ningún modo porque la imprevisibilidad y aleatoriedad de lo por venir no merecía ni un solo gasto, ni previsión, porque las previsiones pronto se quedaban obsoletas y, por supuesto, la experiencia previa había dejado de tener sentido; nadie en sus cabales se preparaba o abastecía porque lo más probable fuera que cuando llegara la siguiente los pertrechos no sirvieran para nada, un mero estorbo.

En cambio, sí se afinó a la hora de dejar las cosas tal y como estaban, las circunstancias decidieron, la vida como hasta entonces se vivía permanecería tal cual. Inmediatamente después de la última calamidad los dirigentes entonces al mando, mayores a los que la edad comenzaba a pasarles factura, decidieron por su cuenta y riesgo que mañana dejaba de existir y solo había que planificar en presente. Eliminado el futuro se mantiene lo que hay, es cierto que el escenario era el de una sociedad anciana, la de quienes mandaban, todo lo referente a las generaciones más jóvenes, previamente organizadas, adiestradas y convencidas en la negación y el absurdo de cualquier futuro, además de abstraídas en un hedonismo completamente vacío, no contaba en la suma final; éstas percibían sus propias vidas como una distracción continua con la única obligación de unos servicios hacia los mayores que les proporcionaban los ingresos necesarios para seguir divirtiéndose indefinidamente. O sea, unos permanecían vegetando sin tiempo y otros se divertían y trabajaban mientras el cuerpo aguantara; al no existir el futuro por decreto tampoco tenían sentido proyectos de vida o mañanas más o menos espléndidos.

En una sociedad tal, si puede llamarse de ese modo, la ciencia quedó limitada a una serie de líneas de trabajo cuyo único objetivo era la perpetuación de sus dirigentes, solución y cura de las enfermedades más comunes que tuvieran que ver con el envejecimiento y la reparación y renovación de órganos. El sexo se consideró prescindible, cuando no directamente peligroso, una actividad confinada exclusivamente a los jóvenes, porque al carecer de futuro no importaban las consecuencias que de su práctica pudieran derivarse. Un tipo de intercambios tan íntimos como placenteros podían dar lugar a resultados y secuelas no deseadas si uno no se preocupaba por testar de arriba abajo la salud y pertinencia del otro; así que, para no cometer errores de los que luego arrepentirse, se desvió todo lo que tenía que ver con el sexo, la reproducción y el nacimiento de las nuevas generaciones de jóvenes sirvientes a un concienzudo proceso bioquímico mecanizado y seriamente vigilado. Se aseguraba sine die la rutinaria producción de hornadas de jóvenes divertidos y trabajadores, eso sí, sin futuro, puesto que era algo que no les concernía, uno nace donde nace y se atiene a lo que le toca; nada del otro mundo porque en cierto modo siempre había sido así, aquello de la permeabilidad social fue un cuento que duró lo que duró, algo que en el fondo todos habían sabido desde siempre, desde mucho antes de que las condiciones sanitarias cambiaran de forma drástica, eso de los ascensores sociales era un camelo que solo unos pocos se creían, una zanahoria que ya no tenía sentido. Se producían nuevas generaciones de jóvenes guapos y sonrientes que trabajaban y se divertían felices, ajenos a todo lo que no fuera su propia vanidad; para cuando, por años, experiencia o probablemente consecuencia de algún imprevisto en la programación, pudieran adquirir la capacidad de preguntarse por su papel dejaban de existir. Las preguntas sobre los modos y motivos resultan embarazosas por lo que no eran pertinentes, primaba el mantenimiento de la especie sobre la temporalidad de los individuos.

Esta suma cero funcionaba, es cierto que mejor para unos que para otros, si puede decirse algo parecido de una sociedad que vivía pendiente en el alambre, a expensas de que cualquier error o suceso biológico, da igual el origen o procedencia, la enviara definitivamente al cajón de las especies extintas.

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