Infancia

Todos hemos pasado por una infancia como etapa ineludible para llegar a ser los adultos que hoy somos, para bien o para mal, y cada cual la sitúa según en qué rincón de su memoria o corazón. Hasta aquí ningún problema, hoy sabemos, y mucho, de la gran importancia del periodo infantil para la correcta madurez del futuro adulto, y lo que cada uno haga o cómo se alimente con ese periodo es asunto propio, pero, en cualquier caso, la infancia es una época transitoria que alumbrará el adulto de mañana y la felicidad que pueda alcanzar. Conocí a una mujer que afirmaba, sin ningún género de duda, que la mejor época de su vida fue su infancia, enormemente feliz, guardada en un rincón de lo más querido y solo ofrecida al conocimiento de los demás cuando la conversación giraba hacia derroteros propicios para que ella lo hiciera notar con orgullo. Otros hemos tenido infancias aparentemente más normales, mejores o peores -tampoco elegimos a nuestros padres- y dependiendo de cómo las hayamos asumido, y en algunos casos superado, así somos ahora. No hay mucho más.

Viene esto a cuento porque el otro día escuchaba una entrevista a un cantante, no recuerdo ahora mismo su nombre ni el del grupo con el que cantaba, que también afirmaba que su infancia fue tremendamente feliz y, más aún, todavía se preocupaba, como contaba en tono más bien bobalicón y algo birria, por conservar una especie de pulsión, instinto o pureza infantil tan grato como importante para su vida de adulto, una supuesta autenticidad que se esforzaba porque fuera coparticipe de su presente, influyendo tanto en su vida como en su trabajo.

Estos dos casos no son únicos, he oído en muchas ocasiones valoraciones similares de la infancia, no como una etapa felizmente pasada sino como un presente más bien forzado y forzoso al que no se quería renunciar porque, según los implicados, sin ese componente infantil ellos no serían las auténticas y estupendas personas que a sí mismas se creían.

Qué decir. Pero la infancia es una etapa del desarrollo individual, todo lo crucial que ustedes quieran, como lo es para cualquier especie animal en el natural proceso hacia una plenitud y madurez adultas que son el objeto de nuestra presencia en este mundo. Si fuera posible preguntarles probablemente ningún ciervo querría ser permanentemente cervato, ni ningún león cachorro ni ningún chimpancé monito continuamente asido a la pelambrera de su madre, ni física ni mucho menos psicológicamente. Y si le preguntáramos a un niño se negaría en redondo a ser permanente niño, es más, nos preguntaría si es que somos tontos. Quizás sea por eso que me chirría tanta alabanza hacia esos esfuerzos por conservar vestigios, o aspectos -o lo que ustedes quieran- de una infancia única e ideal que se parece más a publicidad de Disney o Ikea que al sentido común del que deberían hacer gala las personas; niños grandes siempre sonrientes en la mayoría de los casos rozando la imbecilidad.

De qué o de donde provengan o qué significan tales loas infantiles y tanto esfuerzo por no perderlas me deja desorientado. Intento ser prudente, en otras circunstancias ya habría sacado los pies del tiesto y habría cerrado el asunto de un carpetazo más bien brusco, porque no tiene mucho sentido que algunos individuos se jacten de conservar un toque infantil que ellos mismos interpretan como originalidad o frescura, siendo más bien la expresión pública de un temor enfermizo al mundo adulto, que en definitiva es lo importante. Si después de pasar el correspondiente periodo infantil uno sigue pensando y doliéndose por su progresivo al alejamiento en el tiempo mal andamos. La inteligencia de un niño es egoísta porque es básica -¡ojo! jamás simple o estúpida-, el egoísmo infantil del adulto empeñado en no crecer es simpleza y estulticia, y sobre todo inmadurez.

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