Otoño

Sentado en esta especie de sólido banco de diseño, o tal vez no, contemplo el edificio que tengo enfrente esta bonita y soleada mañana de otoño; incomoda la mascarilla, que impide inspirar a todo trapo, pero es lo que hay, tampoco me voy a poner melindroso. Desaparecidos los andamios y señales de obra, al fin terminado, esquina y calle lucen como un traje a medida completamente nuevo, incluso viene bien que tampoco haya viandantes polucionando la vista. Estoy ante lo que algunos anunciaron como la nueva esquina del lujo, en Sevilla (Madrid), una zona tan pulcra y lujosa como perfecta en una ciudad que aquí, en estos momentos, parece casi vacía, a pesar del magnífico sol de otoño. El nombre sobre hierro forjado de una marca de lujo queda atrás cuando comienzo a caminar.

En la misma y amplísima acera, a mi derecha, un tipo bien vestido canta Amapola con una voz que obliga a detenerte y escuchar; junto a él, otros dos señores, igual de pulcros y aseados, aguardan su momento para sustituir en el canto a su compañero, los tres junto a un sombrero vuelto en el que los aficionados dejan caer sus monedas con tanta solicitud como entusiasmo. La caprichosa fortuna no sonríe a todos por igual, desgraciadamente. A medida que llego a la plaza las notas de la voz del aseado y precario melómano van perdiéndose escarnecidas por un desagradable ruido de latas, botes y cacerolas golpeadas sin orden ni concierto, ruido que llega a hacerse francamente molesto a medida que me aproximo a un grupo que, más bien disperso y ataviado de cualquier modo y manera, exige ante la sede de la Comunidad ayuda y trabajo de forma tan poco afortunada; petición que les resbalará a unos servidores públicos que entienden la política de un modo bien distinto.

Comparado con las hermosas notas tan bien moduladas de más arriba esta morralla escenifica, sin embargo y de forma bien distinta, el mismo modo de vida, el de la carencia. Desgracia que no entiende de matices, ayuda y trabajo que unos solicitan de forma armoniosa y educada a sus semejantes mientras que éstos otros lo hacen de forma ruidosa y vulgar a quienes controlan los dineros públicos. Frente a ellos varias furgonetas de la policía nacional, aparcadas en la misma acera, fingen proteger los derechos de unos políticos que probablemente ni siquiera están en el edificio.

Cruzo la plaza, casi vacía, y entro en la sombra de una calle comercial donde, en un primer vistazo, solo se adivinan más policías y jóvenes que van y vienen, provistos de carpetas y adornados con pegatinas, a la caza de transeúntes a los que concienciar de algún problema humanitario de dimensiones internacionales que precisamente necesita de su dinero; una aportación para apoyar a otros que tampoco tienen gobiernos que les ayuden, o a los que reclamar, quizás vía cacerolada, lo que sin ninguna duda se merecen. Los jóvenes acechan a los escasos viandantes sin mucho éxito, a nadie le apetece detenerse, el miedo al contagio acelera el paso o tal vez sea que uno elige dónde gasta su dinero, si lo tiene, en un país como el nuestro que lo distribuye tan mal. Entrevistan para una cadena de televisión a un tipo que, a juzgar por su tono y palabras, se muestra tremendamente sensato, el hombre razona cuerdamente su postura como si hablara a la misma pared que tiene detrás; es triste que las voces de tanto ciudadano responsable, que ven en un micrófono abierto la oportunidad de hacerse oír reafirmando sus razones, acaben en el cubo de basura porque no encajan en el prime time de cualquier cadena televisiva buscando materia prima que justifique la pobreza de sus propios programas.

Unas esquinas más adelante una pareja de caballeros, también correcta y formalmente vestidos, interpretan un dúo operístico, creo que de La Bohème; el más alto y fornido hace de él y el otro, más poquita cosa, de ella -interpretaciones al margen. Hay demasiados bares y cafeterías que permanecen cerrados, y las tiendas, que parecen abrir tarde, lucen casi vacías. Nos movemos según una inercia que no acabamos de comprender del todo, más bien una necesidad que no podemos abandonar so pena de abandonarnos a nosotros mismos.

Desayuno en la terraza de una cafetería, entre parejas heterosexuales de edad y hombres de negocios, además de un par de trabajadores eléctricos que suben y bajan de una escalera a lo largo de la fachada haciendo su trabajo. Consumido el desayuno aguardo durante unos instantes los cincuenta céntimos de la vuelta que un camarero tan estirado como maleducado considera su propina, propina por la que ni siquiera me da las gracias; tipos así deberían ser inmediatamente puestos de patitas en la calle, por pedantes, zalameros y caraduras, echan a perder el prestigio de cualquier local. De regreso, al pasar junto a una terraza, veo cómo una mujer mayor, vestida de cualquier modo y que probablemente vivirá en la calle, de las limosnas, moja con auténtico placer medio churro en una taza que todavía contiene un chocolate deliciosamente oscuro, desayuno tan inesperado como goloso que, al poco, es interrumpido por un diligente camarero que antes de retirar el servicio de la mesa le pide por favor que abandone su inesperado desayuno, advertencia a la que, dedicada a rebañar y masticar con auténtico placer hasta el último bocado, no hace mucho caso. Los dejo atrás cuando el joven termina de repasar con la bayeta la superficie de la mesa ya limpia y regresa con los restos de ese desayuno compartido al interior del local.

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