Vamos a contar mentiras, como si estuviéramos jugando. Hay una parte fundamental en todo juego que tiene que ver con el divertimento, el disfrute de un entretenimiento en el que el azar es primordial, un ejercicio que también permite el perfeccionamiento de destrezas directamente relacionadas con la ejecución y desarrollo del mismo. Pero jugar no es una actividad exclusivamente humana, aunque en nuestra especie adquiere una complejidad que se aleja del juego como aprendizaje, tal y como sucede en el resto de los animales.
Esta peculiaridad humana es la que acaba modificando las premisas iniciales del juego, o caracterizándolo respecto de las experiencias similares en el reino animal, pasando de unas reglas y principios sencillos, generalmente lúdicos o relacionados con el aprendizaje y desarrollo individual, a experimentos mucho más complejos que se extienden hasta la edad adulta y van más allá del simple entretenimiento. La identificación, intensidad y el compromiso puestos en juego por parte de los humanos pueden ser tales que la parte lúdica suele pasar con frecuencia a un segundo plano, prevaleciendo emociones, desafíos y servidumbres personales que, lejos de la teórica intrascendencia del mismo pasatiempo, adquieren en algunos individuos unos tintes dramáticos que prácticamente llegan a borrar la separación entre juego y vida real, produciéndose una peligrosa y conflictiva suplantación que incluso despoja a los días reales de todo rastro de razón y sentido común tan necesarios.
He escogido tres juegos que me parecen significativos por cuanto, a tono con lo que pretendo, muestran que en algunos casos el juego puede conllevar algo más que procurar un entretenimiento banal a cualquiera que lo practique, dejando la puerta abierta a traslaciones y cambios de comportamientos más allá de lo meramente emocional. Los juegos son, del más simple al más complicado, el clásico parchís, el Monopoly y un reciente juego mesa llamado Juego de Tronos -inspirado en la serie televisiva.
En el primero de ellos, el parchís, el más sencillo y en el que el azar tiene un porcentaje predominante, las interrelaciones entre los jugadores son básicas y nada trascendentes, se trata de ganar la partida a partir de unas reglas tremendamente simples en las que se combinan algo más que la paciencia y un cálculo muy elemental por parte de los jugadores. En el segundo, el Monopoly, en cambio, siendo importante el porcentaje del azar -aunque creo que en menor medida-, hay claves y exigencias inherentes al juego que incorporan elementos, circunstancias y situaciones de la vida real que hacen al jugador sentirse interviniendo en una situación real, con sus correspondientes riesgos, apuestas y toma de decisiones que, en este caso, tienen que ver con el sistema económico que mueve el mundo. El jugador incorpora a su actividad lúdica símiles y situaciones hipotéticas coloreadas con un respetable barniz de realidad en las que puede y debe, lo exige el juego, disfrazar sus intenciones, aprovecharse y, llegado el caso, explotar a los otros jugadores -sus dudas, indecisiones o su poca fortuna- en su propio beneficio. Se trata de un adiestramiento ficticio a la hora negociar y trapichear con personas reales en situaciones reales como si fueran vidas reales.
El tercer juego en cuestión es muy diferente, e intervienen ciertos argumentos morales en apariencia intrascendentes, se trata de un juego en el que la guerra es la protagonista, y en él la astucia del jugador ha de bregar con situaciones y decisiones que van más allá de la explotación y derrota del enemigo, incorporando un matiz que me parece demoledor, cualquier jugador puede y debe traicionar a sus propios aliados si quiere ganar; desaparece la distinción entre aliados y enemigos en función de un egoísmo depredador en el que no tienen cabida los escrúpulos o la lealtad -cualidades que podrían entrañar cierta debilidad de carácter. Como solo puede haber un único ganador nadie se fía de nadie, el azar intervine lo justo -en forma de dados-, pero la opción de la puñalada traicionera en el último segundo, tras haber compartido “sufrimientos y victorias” comunes, es la que decide el vencedor. Queda ver cuántos de los jugadores que se aplican a estos juegos distinguen en su justa medida entre juego y realidad, cuántos son personas normales, o excelentes, en posesión de la capacidad de cambiar de inmediato el chip cuando se apartan del tablero y, en cambio, cuántos admiten como posible o incluso nada raro que si se puede traicionar en un juego también puede hacerse en la vida real. Porque eso mismo es lo que nos sermonea cada día la sociedad en la que vivimos, piensa en ti mismo porque el primer rival y competidor es tu propio vecino, el mismo al que saludas cada mañana 0 con el que te tomas unas cervezas, quien te zancadilleará para superarte y dejarte tirado al menor descuido por tu parte.
Vista la desgraciada y perniciosa influencia que el juego tiene en algunas personas, hasta el punto de llegar a arruinarles la vida, a ellos y a sus próximos, solo falta que en las cuestiones comunes o de simple convivencia se instale como norma la sospecha permanente respecto de quien tenemos al lado. ¿Afirmaríamos sin dudarlo que se trata solo de un juego?