Mentiras

Volviendo a leer a Cicerón, de la mano de la explícita e incisiva Marta Nussbaum, no tengo más remedio que parar la lectura y hacerme nuevamente las mismas preguntas, pero no se trata de bucear en la historia de la humanidad e intentar desentrañar los procesos sociales y políticos que nos han traído donde hoy nos hallamos y hecho como somos en la actualidad. Cicerón se alarma ante la sola posibilidad de una mentira, sobre todo cuando es pública, es más, ni siquiera llega a contemplarlas, porque no hay mayor bajeza que no decir la verdad a quienes son como nosotros, nuestros semejantes, intentar engañarlos públicamente. No se trata de una cuestión de honor o dignidad, sino de humanidad, el ser humano no debe caer tan bajo, hasta una condición tan humillante que cuestiona su propia racionalidad.

Mentir, según la RAE, consiste en decir lo contrario a lo que uno sabe, cree o piensa. Nada del otro mundo y nada que probablemente ninguno de nosotros no haya hecho en alguna ocasión. El problema es moral y surge en el mismo momento en el que se concibe la mentira, su sola posibilidad, independientemente del atrevimiento para llevarla a cabo y, la parte más deleznable, el beneficio u objeto que se pretenda lograr con ella. A continuación debería sentenciar que ningún proyecto humano, individual o colectivo, puede o debe basarse en la mentira, para inmediatamente después echarme a reír por semejante gilipollez ¿qué proyecto humano, hoy, ya sea individual o colectivo, está libre de mentiras? Probablemente no merezca la pena buscar, esa es precisamente la cuestión ¿por qué? ¿en qué momento aceptamos y asumimos que la mentira fuera algo normal entre nosotros?

No se trata de la pérdida de referentes, ni siquiera como una cuestión de mínimos, a la hora de entendernos e intentar construir juntos, tampoco de dejar de aceptar como igual al otro u otros por semejanza y puro respeto, razones, ambas, tan básicas como casi abandonadas, sino de, entre todos, unos por acción y otros por omisión, haber contribuido a construir una sociedad de la sospecha que ha dejado de preocuparse y perseguir valores comunes. Probablemente no haya un momento definitivo en el que las sociedades humanas dejaron de ocuparse de la mentira, da igual si en el ámbito privado o en el público, incorporada de hecho como una actividad más de la vida diaria. Hoy la mentira es esencial para abrirse camino y progresar -los demás las aceptan como inevitables-, o para enriquecerse -en este caso sobran los comentarios, el sistema económico que mueve este mundo se basa en una gigantesca mentira permanentemente renovada. En función de un falso respeto, que es cálculo interesado y pura hipocresía, hoy se habla de opiniones distintas, diferentes pareceres -da igual el contenido, el conocimiento o la relevancia del tema-, permaneciendo como derecho inalienable una infinita variedad de juicios que permiten a cualquiera, por provecho personal o simple ignorancia, afirmar todo lo contrario a lo que sucede porque su posición es tan respetable como otra, hasta el punto de llegar al cinismo de acusar a quien fuere de mentir por ver, opinar y afirmar lo contrario o solamente algo distinto.

Deberíamos preguntarnos en qué mundo nos deja la mentira si ya no podemos desprendernos de ella, no sabemos vivir sin ella y la hemos interiorizado, por defecto, como sospecha ante cualquier juicio, afirmación o valoración de los sucesos más cotidianos.

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