Irracionalidad

Resulta difícil comentar situaciones y hechos de los que tenemos conocimiento por los medios de comunicación, en cualquier parte del mundo, hechos que parecen repetirse una y otra vez de forma cíclica, casi estacional; sucesos que provocan alteraciones de la vida social, declaraciones malsonantes y repetidos actos de violencia provenientes de una irracionalidad demasiado familiar para considerarla excepcional. Brutalidad como respuesta a la misma brutalidad que se censura, a la que sumar gritos y amenazas por parte de quien poco o nada tiene que decir, no por su supuesta o merecida importancia, sino por la insignificancia de unas voces necesitadas de la sinrazón con tal de hacerse oír, lo que significa su inmediato ninguneo, desde el mismo momento en que tales situaciones son incluidas en la noria de una información continua que más bien parece desinformación. De hecho, llega un punto en el que cualquier respuesta a un acto o comportamiento denunciable es preferible que aparezca acompañada por las correspondientes dosis de violencia, mejor si precisan de advertencias infantiles dirigidas a un público informativamente infantil; violencia generalmente interesada o visiblemente desorientada y egoísta que gusta aprovecharse de cualquier situación proclive a un desorden y confusión que, en última instancia, poco o nada tienen que ver con los problemas reales, los de la gente, los que se desarrollan y repiten al margen de esa otra realidad que venden y fomentan los medios de comunicación; se trata del penúltimo pico informativo que salpicará la aburrida normalidad que consumimos, esa que nos lleva de la mano por el borde de la irrelevancia.

Tampoco mejora que centre mi comentario en un hecho concreto, el último, pero, cuál es el último para unos medios de comunicación y redes sociales que viven de unas urgencias que no son tales, instalados e instalándonos en una premura que nada tiene que ver con la vida de la gente, esa cotidianidad que, al margen de focos y cámaras, una gran mayoría sufre deseosa de mostrar al mundo coloreada por luces y sonrisas que momentáneamente enmascararán el fastidio y la vergüenza que barniza muchas de ellas. Luces que amplifican lo que no deja de ser una violenta vulgaridad, violenta no, cruel, y digo cruel porque resulta cruel la indiferencia con la que hemos asumido nuestra propia intrascendencia, crueldad que se hace más dolorosa si cabe cuando la vemos reflejada en esas “espontáneas” e irracionales reacciones públicas que muestran los medios y en las que reconocemos nuestra propia frustración. Cámaras y medios a los que les importan un pimiento el interés o problema del sujeto o sujetos que desgraciadamente acaban de ascender al escalafón de noticia, y mucho menos los de esos otros que, como si de una oportunidad única se tratara, se dedican a exhibir esa peculiar brutalidad en forma de vandalismo completamente gratuito, salvajismo que desconoce o directamente obvia el supuesto motivo que le lleva a situarse ante el objetivo. Otro ingenuo sin razón, razón que desaparece en el mismo momento en el que decide mostrarse en una red de comunicaciones global que la engullirá y empequeñecerá al instante, más entretenimiento que realidad. ¿Sucedió o se trataba de una repetición?

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