Nacionalizar

Hacía tiempo desde la última vez pero lo volví a oír como una amenaza que alguien lanzaba tras una mascarilla, amenaza que no sentí, porque no es tal, pero que probablemente tenía la intención de afectar negativamente o de forma alarmante a aquellos a quienes iba dirigida. Pero, en cualquier caso, prefiero desconocer el interés, la pertinencia y el presunto revuelo que debería levantar una hipotética advertencia de este tipo entre el público, a no ser que fuera una llamada de atención dirigida a defraudadores, chantajistas, estafadores, especuladores y negociantes de mala ralea, desaprensivos carentes de escrúpulos que suplen su falta de imaginación y flagrante incompetencia a la hora de los negocios con un grosero y brutal aprovechamiento privado del dinero público, con la única intención de engordar panza y bolsillo a costa del bienestar del resto de los ciudadanos.
Ignoro dónde se esconde el mal o el supuesto perjuicio de nacionalizar, qué tiene esa palabra que la hace parecer el mismo diablo. Nacionalizar viene a ser, grosso modo, apropiarse por parte de la administración pública de un país de una empresa -o empresas-, o de un sector -o sectores- de la economía para gestionarlo de forma pública -lo que, por ejemplo, sucede actualmente con Bankia-; esto no significa que el resto de la actividad económica y productiva siga en manos de particulares que, en supuesta y libre competencia, inventan, explotan y extienden sus propios negocios para exclusivo lucro personal e, indirectamente, beneficio de los ciudadanos. En ningún caso veo contradicción alguna en la simultaneidad de ambas actividades.
No hay nada de malo en que la administración pública, dirigida por un gobierno preocupado por sus ciudadanos, sea propietaria y gestione sectores vitales para la población con el fin de conceder a todos y cada uno de sus habitantes idénticas oportunidades a la hora de labrarse una vida digna. Se trataría de fijar, en primer lugar y de forma democrática, qué sectores podrían considerarse tales, por ejemplo, educación, sanidad y servicios sociales, además de la recaudación de impuestos necesarios para sostener con solvencia tales actividades. Llegado el caso, también podría extenderse a otros sectores de la economía que, en definitiva, pasarían a adquirir el estatus de innegociables, puesto que se trata de un bien común que tiene como objeto principal el bienestar de las personas.
Dónde está, pues, la amenaza, qué tiene de malo que el Estado dirija y gestione unos servicios públicos fundamentales para los ciudadanos al margen de la especulación y los caprichosos vaivenes del mercado. ¿En las personas? Pero quien se niega en redondo a una nacionalización o gestión pública de ciertas actividades económicas argumentando en contra las malas inclinaciones de personas y gobiernos está anteponiendo su propia visión sesgada y torticera del tema, no hay nada ilícito ni antidemocrático en exigir y mantener unas condiciones mínimas para toda la población, y la negativa de estos grupos o personas, así como sus alarmantes y alteradas apelaciones a la supuesta falta de libertad que ello significa -nunca cierta-, tiene más que ver con su propia codicia y sus carencias empresariales.
Hay un empresariado de pacotilla, apoyado por sus correspondientes siervos situados en lugares estratégicos de la sociedad, incapaz de crear, mantener y hacer progresar un negocio a base de trabajo y constante innovación, algo así cuesta esfuerzo y dinero, además, la supuesta y beneficiosa competencia pone las cosas mucho más difíciles porque, afortunadamente, hay personas más inteligentes que otras que obligan al resto a exprimir hasta la extenuación el poco o mucho cerebro del que disponen. Esta gente, su egoísmo y propia ineptitud, no deberían ser tenidos en consideración a la hora de acusar sistemáticamente a la administración pública como mala gestora; están en contra de cualquier nacionalización porque ésta les impediría enriquecerse a cambio de nada, por eso generalizan y acusan a todos los demás de la debilidad de meter la mano en la caja, su maledicencia, torpeza o simple estupidez no les da derecho a considerar al resto de su misma calaña. Ni siquiera sobrevivirían en el mercado libre que tanto predican, no durarían ni un segundo, su impericia mental, su codicia y el ansia nada contenida de explotar al prójimo los inutilizan para cualquier proyecto, da igual si público o privado; por eso parasitan administraciones, gobiernos, políticos e instituciones públicas con una lengua ponzoñosa que introducen en la cabeza y oídos de todo aquel que tenga relación con un presupuesto público, por pequeño que sea, para insuflarle su propio veneno y luego esperar a que la víctima se ponga de rodillas a cambio de unas migajas.
Exceptuando por esta gente, repito, no sé que mal hay en nacionalizar, ganamos todos.

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