Quien

Vas y vienes en solitario porque las circunstancias así lo exigen, caminando o conduciendo, cumplimentando un horario, obligaciones y tiempo libre encajado a desgana porque tampoco hay otra posibilidad o motivación, se trata de lo que precede o sigue al trabajo. Haces como que vives en el interior de la prisión voluntaria en la que se ha convertido tu día a día, donde probablemente te encontrará la soledad, sin que te des cuenta, sin que la sientas ni tampoco la sepas porque ya no recuerdas qué voluntad eligió esta apuesta solitaria que en ocasiones reseca el alma hasta agrietar la piel. Dejas de saber si son los días o eres tú, indistintamente, una sucesión tan natural como mecánica salpicada de instantes en los que, entusiasta o distraído, de pronto te esfuerzas por arrancarte una sonrisa, a veces sin gana o sin venir a cuento, simplemente por saberte, o cuando la música deja de abrigar, ese punto en el que tampoco solaza ni arraiga. Quizás porque esa música en la que sueles buscar y casi siempre encuentras entonces no alcanza, tal vez porque no fue hecha para sino por, nació de otro corazón similar al tuyo y no precisamente para calmar voluntades desorientadas o en momentos bajos, no iba dirigida a nadie en concreto, sino que se trata de otro intento más de hablar sin palabras, sintiendo, o sin querer, o sin saber, tampoco para quien.
Hay ocasiones en las que te sientes moviéndote dentro de una voluntad ajena, has olvidado el significado del propio querer porque no encuentras o careces del lenguaje adecuado, echas de menos decirte cuando, sin saber cómo, te ves pensando en otros, quienes te escuchen y con su atención te concedan la existencia y el sentido que en el fondo siempre necesitamos para sabernos y reafirmarnos en el pulso que nos mantiene vivos.
O sucede que el reducto que has ido formando y alimentando se cierra en exceso, oprimiéndote, y entonces parece que ni siquiera los demás observan sin fijarse tu paso. Echas de menos el aliento de una voz, cualquiera, incluso, aunque solo sea para recordar cómo suena; sonidos, palabras, historias, soliloquios o simplemente calor, esa calidez tan primaria e indispensable cuando la soledad comienza a asfixiarte y necesitas un quién, otro u otros que entonces no están porque, no importan los motivos, te creías a salvo de ellos. Sufres un vacío al que le faltan palabras, pero no simples sonidos, o quizás se trate de texturas capaces de arrullar un corazón desasistido, a un paso del destierro; al segundo siguiente continuas sin saber por qué, si es por ti, a tu pesar o porque ya no te acuerdas, no tiene importancia, tratas de convencerte, sin otra solución más a mano. Pero sigues anhelando esas texturas que den consistencia material a un íntimo deseo de contacto con o por el que desprenderte de tu solitaria soledad o, al menos, alguien ante quien puedas permanecer en silencio porque quizás de pronto has olvidado cómo hacerlo y en su presencia, tonto, decides en el último momento retroceder hacia el refugio de un nuevo no lo necesito, repetida, presuntuosa y falsa solvencia que no hace sino envanecerte aún más en tu error. Tal vez porque no tienes al alcance lo que en el fondo más deseas, que no es precisamente ese quién, ese contacto, o sí, pero mucho más concreto, una piel, otra, como la tuya pero no la tuya, la tuya dejó de hablarte hace tiempo. Sigues adelante, caminando o conduciendo, solitario o en soledad, cuando precisamente notas la boca seca porque también olvidaste cómo suena tu propia voz.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario