The Glowing Man martillea mi cabeza mientras se suceden calles como se suceden segundos, exactamente iguales, no hay ningún hombre brillando porque han desaparecido, el resplandor de los hombres emigró para esconderse tras las innumerables ventanas que agujerean las altas paredes a las que apenas llega la luz de las farolas. Calles desocupadas amuebladas para fantasmas, sin nada que las diferencie porque las huellas de sus antiguos ocupantes, cada vez más tenues, siguen evaporándose sin voluntad ni posibilidad de avivar recuerdos, presencias pasadas alejándose más y más en el tiempo. Una claridad transparente ha ido despojando aceras y esquinas de cuerpos en movimiento, de sus sombras, no hay nada que pueda perfilar el alumbrado público porque solo ilumina silencio y ausencia, tampoco soledad, porque para la soledad es necesaria un alma que la pueda sentir o darle un significado. Las pocas figuras humanas que pueden verse parecen extraños disfrazados que caminan nerviosos mirando asustadizos a un lado y otro, cercados por una sensación de peligro que no necesita sujeto material al que acusar o del que huir; lo que queda es vacío, tal vez desierto, no sé, necesitamos una palabra para nombrar lo que no sabemos cómo. Calles abandonadas que no conducen a ningún sitio porque también los destinos dejaron de tener un motivo o cumplir su función, permanecen como una rutina de otro tiempo indiferente a la resistencia a desaparecer. Las esquinas han dejado de tener significado, ya no ayudan con los usos de la espera, como tantas otras actividades que también están desapareciendo de las cabezas de sus antiguos ocupantes, allá donde estén, encerrados tras esas ventanas iluminadas que expulsan a la oscuridad de la noche más miedo que precariedad. La iluminación que puede verse en las ventanas es incluso más triste que la de las calles, ésta cumple una función que a nadie le sirve, quizás a los gatos, que ahora se mueven a sus anchas, aunque todos sabemos que los felinos no necesitan luz para desenvolverse por la noche. Las luces que escapan de las ventanas escupen al exterior la fatiga de los interiores, no hay ninguna que muestre algo más que encierro y temor, no se adivina vida palpitando dentro, la demostración tangible de que esta espera es solo eso, una prudente y viva estancia hasta la llegada de tiempos mejores.
Intento situar y situarme, en algún lugar concreto, entrando o saliendo de alguna tienda, de algún bar, donde hace nada reía despreocupado porque se trataba de eso, de vivir las calles, estar con y entre la gente, saludando porque mañana volveríamos a vernos y ni él ni yo nos echaríamos de menos, tal vez unos días después. Ahora ni eso, dejo de preguntarme porque no tengo respuestas, como tampoco las obtengo cuando modifico mi recorrido con la esperanza inútil de hallar algún rastro de vida por donde hace meses que no paso; nada, igual que el resto, un desierto urbano que por momentos se antoja definitivo. The Glowing Man sigue golpeándome los oídos recordándome que no se trata de ningún futuro distópico, es el presente, un presente nunca temido ni imaginado, pero tan real y vacío como yo en el momento en el que decido iniciar el camino de vuelta porque música y noche persisten en asimilar mi cabeza a una realidad de ciencia ficción.
Robert Fripp no imaginaba, allá por el año 1969, que el futuro bosquejado en su 21st Century Schizoid Man no necesitaría sangre, ni napalm, ni muertos en las calles, como tampoco hay funerales, tan solo un paisaje desolador en el que la palabra futuro ha dejado de tener sentido, si es que en alguna ocasión lo tuvo al margen de ser un intento inútil de dar la espalda al presente.
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