Codicia

Voy a esbozar una pequeña y muy personal visión de la codicia. Desconozco hasta dónde se prolongan en la historia sus huellas, quién o quiénes fueron los primeros en aislarla y diferenciarla en comportamientos e individuos y por qué le dieron ese nombre al afán de cosas buenas y riquezas, algo, por otra parte, hoy tan característico de la especie. Sin embargo, una investigación semejante no tiene mucho futuro, tampoco valor, aunque se trate de uno de los rasgos más significativos de la especie humana; rasgo -nunca cualidad- para el que no existen amigos o enemigos, solo la propia voluntad e interés.
Imaginemos que hubo un tiempo en el que la supervivencia de la especie no incluía lugar ni oportunidades para los individuos, prevalecía el grupo, la comunidad, y todos los integrantes de la misma trabajaban y colaboraban para su subsistencia y pervivencia en el tiempo. Luego, una vez que las condiciones básicas de conservación del grupo estuvieron más o menos aseguradas, sus integrantes quizás comenzaran a contar con un tiempo sobrante, al margen de las labores colaborativas y de cohesión, en el que cada individuo podría dedicarse a otras actividades más personales; y algunos de esos individuos, hasta entonces sin presencia y supeditados a la comunidad, encontrarían la ocasión para valorar otro tipo de deseos y apetencias que no tenían mucho que ver con el grupo, su fortalecimiento y prosperidad. Tampoco serían raras las ocasiones en las que ese sujeto cualquiera, descubierto y reconocido el deseo o afición propia, tuviera que abandonarlo por entrar en funcionamiento una especie de autocensura en pro del grupo que reprimía y obligaba a olvidar invenciones, hallazgos y voluntades; importaban y se imponían las normas, usos y trabajos comunes.
Una nueva ociosidad individual proporcionaba ocasiones para pensar, organizar e incluso maquinar en función de deseos y preferencias personales, abriéndose el individuo a un cúmulo de emociones, sentimientos y envidias hasta entonces sometidas, reprimidas o subordinadas al beneficio general. No tardaría en llegar el momento en el que la autocensura comunitaria dejara de funcionar y las ambiciones individuales cobraran importancia frente a una convivencia que ya no corría peligro, ni en cuanto a enemigos potenciales ni a su posible desaparición en el tiempo.
Luego, quizás tras los primeros y pequeños logros, ese primer individuo solo tuvo que alzar la vista y prolongar un horizonte en el que fijar objetivos de más alcance, riquezas e incluso poder; y en función de la envergadura de los fines necesitar ayuda para alcanzarlos, para lo cual no dudaría en persuadir a acompañantes y conocidos con los que presionar en número y conseguir etc. etc. etc. Se producirían los primeros altercados, exclusivamente locales, solucionados por el consejo de notables o ancianos de turno con el perdón, un castigo o la expulsión del culpable amenazante de la estabilidad del grupo que, una vez fuera, no tendría ningún problema en reclutar disconformes o aliarse con familias, clanes u otros grupos con tal de lograr sus objetivos, alcanzar el poder o, llegado el caso, aniquilar a sus antiguos colegas y organizar una nueva comunidad… y así sucesivamente, hasta hoy.
La codicia, ese deseo, o pecado, o defecto, esa ambición “tan humana”, entre otras, y tan difícil de controlar, ha pasado a ser el motor que mueve este mundo, nos guste o no. Una cuestión a la que nadie quiere enfrentarse, y mucho menos tratar de moderar o directamente reprimir.
Entonces, la pregunta es ¿cómo se mantiene y se hace prosperar una sociedad justa sabiendo que la codicia se ha convertido en una parte insoslayable de la libertad humana, un “derecho” más de los individuos? No es un problema irresoluble y tampoco se trata de la pescadilla que se muerde la cola, quizás tenga que ver el valor y con algunas de las razones por las que todavía no nos hemos autodestruido y permanecemos como especie sobre la superficie de este planeta.

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