A estas alturas del invierno no hay tiempo para gripes, quizás porque el invierno, apiadado de nuestra oculta y disimulada preocupación, ha decidido ser benévolo, aunque si se hubiera dedicado a lo suyo quizás no habría habido tiempo para cuestiones lejanas que según las noticias no son tales; es lo que tiene la globalización, esa palabra de significado difuso que no siempre percibimos en nuestra vida diaria, a no ser porque los chinos se han multiplicado, tantos como supermercados, incluso más. Es por eso por lo que las noticias nos suenan más cercanas, todos tenemos un chino al lado, un tipo siempre silencioso -apenas hay mujeres- que sorbe un austero café en una esquina de la barra del bar; de los pocos que pueden verse en tiendas y bares, porque no comen, ni beben, ni parecen vivir, luego ese debe ser extranjero, es decir, está de paso, todavía no ha tenido tiempo de establecerse. Se me ocurre que quizás esos sean los peores, vienen directamente de allí, acaba de llegar ¿a saber con quién ha estado en contacto? ¿desde cuando anda por aquí? Y lo que en otras circunstancias pasaría desapercibido concita la atención del grupo, precisamente cuando, en la televisión que no calla a nuestra espalda, nuevas noticias sobre la epidemia, que definitivamente ya es mundial, hacen converger nuestras miradas en el silencioso chino; pero, no está solo, pues en una mesa contigua otros dos apuran sendas tazas de café, luego, era cierto, estos acaban de llegar. Apenas unas tímidas risas al primer comentario sobre su presencia en la plaza de aquel pueblo, lo que quiere decir que ya no te puedes fiar, algo de eso debe ser la globalización, un chino estaba allí y en cuestión de horas lo tienes en el bar de la plaza tomándose un café, cuando probablemente venga de la zona cero de la epidemia, o tenga un familiar directo del que se despidió antes de salir de allí. Pero no, no puede ser, ¿cómo van a llegar hasta aquí, precisamente hasta aquí? La televisión vuelve a poner en conocimiento del personal lo poco que por el momento se puede hacer ante una epidemia de esta envergadura, y ahora no se trata de una sala de cine, es el mundo real, y vienen a la cabeza esas escenas de no sé qué película en las que sobre un mapa mudo de la tierra comienzan a cruzarse líneas y líneas, y lo que en principio son un par en cuestión de segundos se convierte en una intrincada maraña que le dice al espectador que nadie está a salvo hoy. ¿Entonces, qué queda hacer? Tal vez reírnos de nuestros propios disparates, poco más, para esas cosas nadie es inmune, estamos completamente desasistidos, no existen medios para paliar tal propagación; puede incluso que no esté controlada y las noticias mientan, y en lugar de los cientos de muertos sean ya miles; porque no se debe alarmar a la población si antes no están listos los medios para intentar sofocarla del mejor modo posible, aunque el mejor modo sea que nadie sabe el modo. Bueno, pues que cesen los vuelos internacionales, que se pare el comercio, que no haya viajes, ni compraventas, ni turismo, ni negocios de ningún tipo, que cada cual permanezca en su reducto el mayor tiempo posible, que alguien calcule una cuarentena mundial razonable en la que cada individuo limite sus movimientos a un radio de cuatro o cinco kilómetros, hasta que, pasado ese tiempo, el mal pueda aislarse y combatirse médicamente. ¡Uy! ¿qué va a ser entonces de este mundo, del comercio, y de la globalización? Menos mal que el dinero podrá seguir moviéndose y creciendo, ese aguanta lo que le echen.
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