La radio

Para muchas personas las mañanas son la radio, tener algo que escuchar, desconfiadas o temerosas de cualquier silencio que al final acaba pareciendo cómplice, incómodo o sospechoso, mejor si se sortea con algo más que mala música, alguna voz en presente, tanto como uno lo está en esos momentos, hasta el punto de llegar a hacerse indispensable. La radio, pues, acaba convertida en simple compañía para mucha gente cuando tal vez la radio pretende algo más, y lo consigue, en algunos casos con más pena que gloria. Vayas donde vayas y estés con quien estés se repiten voces y emisoras, e inconscientemente comparas e incluso llegas a alarmarte; saltas de una a otra e inmediatamente te sorprenden o inquietan las diferencias, entre ellas las voces de un hombre y una mujer, el al parecer archiconocido señor Herrera y la no tanto, creo, señora Barceló.
Y lo que comienza como una simple e inevitable comparación de un entretenimiento del que se echa mano con tal de pasar las horas, acaba convertida en una crítica de dos declaraciones de principios sobre el papel irreconciliables. Una, la del tipo, machista y chulesca, tan clerical como reaccionaria, intolerante e irrespetuosa, grosera, vulgar, servil y casi violenta; la otra, la de la mujer, mucho más profesional, sobria y elegante, tolerante, femenina, respetuosa, inteligente, crítica y difícil -por dejar al oyente la parte que le corresponde.
Ignoro que influencia tienen los propietarios de las respectivas emisoras en el trabajo de quienes no dejan de ser empleados. En el lado del señor Herrera (COPE) el locutor ejerce de perro ladrador -la fiel voz de su amo, Iglesia católica y derecha más intransigente-, con constantes gruñidos y ladridos, insultos y faltas de respeto contra quienes opinan diferente de la mano que le da de comer; en el lado de la señora Barceló (SER) priman la independencia y la profesionalidad respecto de unos propietarios y una audiencia mucho más sensata e informada, limitándose la presentadora a dirigir, introducir, moderar y comentar -si viene al caso-, permaneciendo voluntaria y conscientemente en un segundo plano, en ocasiones se diría que parece que no existe.
¿Y qué tipo de audiencias padecen o sostienen a cada uno de ellos? En el caso de la COPE la calidad de la audiencia la marca el tono tabernero y desafiante del propio locutor, prima en el programa una especie de caudillismo chabacano por parte de un tipo narcisista incapaz de comentar una noticia sin añadir un eructo de su propia cosecha, hasta el punto de que, tras tanta zafiedad, odio contenido y maledicencia, uno no recuerda cual era la noticia o a cuento de qué venia aquello. Se suman al corro una camarilla de colaboradores o aduladores de criterio desconocido dedicados a celebrar y jalear las groserías del jefe, al que no osan llevarle la contraria, ni siquiera con un comentario u opinión diferente; no faltan carcajadas y risotadas colectivas, más bien algo babosas e impostadas, supuestos guiños a un oyente muy básico amigo de jocosas complicidades que en muchos casos son evidentes faltas de respeto. En un ambiente así la noticia no se escucha, no interesa, es la excusa para la exhibición de un huero caudal de labia y mala fe -obediencia obliga. Se trata de lanzar al aire una serie de valoraciones y conclusiones tan falsas como interesadas, supuestos inventados, casposos prejuicios y posicionamientos políticos y religiosos retrógrados e insultantes directamente dirigidos al estómago del incauto oyente, vertiendo en él una bilis ponzoñosa que induce al odio y la ira más que al sensato uso de la razón. El oyente de este tipo de radio ha de ser forzosamente alguien con una educación más bien básica -una persona normal no aguanta tantos insultos y basura radiofónica-, tipos habituados a llanezas de bar y parroquia que confunden familiaridad con falta de respeto, con problemas de criterio propio, necesitados de opiniones y comentarios previamente ya masticados y digeridos; personas ávidas de integración, aunque sea a costa de odiar y despreciar a quienes opinan diferente.
Del otro lado, en cambio, apenas existe el locutor, sí la voz que dirige un programa en el que, previamente seleccionada y presentada la noticia, se multiplican las opiniones y puntos de vista, en muchos casos apoyados en datos y matices que exigen una atención despierta y criterio propio a la hora de entenderlos, aceptarlos o asumirlos; se cultiva una fina ironía que nada tiene que ver con el chiste fácil, faltón y grosero, cuestiones que requieren una audiencia más educada, inteligente, informada y con espíritu crítico a la que se le exige un esfuerzo extra que no todo el mundo está dispuesto a poner en práctica. Priman la noticia y la profesionalidad por encima de todo, la concesión de la palabra, el reconocimiento de la opinión experta, la imparcialidad, el respeto hacia el oyente y los colaboradores, la densidad en la información y los comentarios, con un constante aporte de antecedentes y detalles que en ocasiones cuesta valorar en toda su amplitud. Una forma de hacer radio que, después de haber desplegado toda una panoplia de pormenores e informaciones, directa e indirectamente relacionadas con la noticia, dejan siempre al oyente la última palabra a la hora de juzgar aquello que acaba de escuchar.

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