No recuerdo con exactitud de qué estábamos hablando cuando alguien hizo un comentario sobre las enormes extensiones de terreno que, en la isla de Borneo, recientemente había estado allí, son dedicadas al cultivo de la palma -imagino que para la obtención de aceite, piensos, biodiesel etc.-, con una intensidad y frecuencia que llegaba a varias cosechas anuales; cómo desforestaban, sin problemas ni prejuicios ambientales, con tal de obtener más superficie para cultivar. Y, cómo suele suceder cuando el viajero curioso intenta saber más, a la pregunta sobre la propia desforestación y el peligro para el medio ambiente, tanto local como mundial, nadie por allí se daba por enterado, ni siquiera existía la opción de encogerse de hombros. ¿A qué venía aquello? ¿los peligros del aceite de palma? ¿Europa? ¿el calentamiento global…? ¿Dónde está Europa? ¿qué significa eso del calentamiento global cuando tienes al lado un mercado de millones de chinos ansiando vivir cada vez mejor?
Como imaginarán, la conversación quedó ahí, luego, por mi parte y también picado por la curiosidad, llegaron los inevitables y clarificadores números. Mientras en Europa hay, según los últimos datos, 740 millones de habitantes aproximadamente -de los que descontar los casi ciento cincuenta de la Rusia euroasiática- en Asia se cuentan hasta más de 4.500 millones de personas; ¿de qué hablar entonces? Las comparaciones no son posibles porque el presente y futuro de esta tierra está allí -tampoco se cuenta con los africanos-; Europa queda demasiado… o muy atrás, en otra época.
Lo que quiere decir que cuestiones y problemas que aquí parecen o nos venden como importantes o cruciales para el futuro de la humanidad o del planeta, incluso alarmantes, allí no es que no existan, es como si les hablaran en chino, precisamente lo que ellos sí pretenden entender. Y ante la duda toca mirarse el ombligo y volver a preguntarse quiénes somos hoy los europeos y qué importancia tenemos, o lo que es peor, por qué nos seguimos creyendo en el centro del mundo y pensando que nuestros problemas cotidianos, repito, reales o inventados, son obligadamente universales. Lo que provoca un ligero tufo etnocentrista, o todavía colonialista, del que parece no podemos desembarazarnos; si antes era para conquistar, imponer y castigar, ahora es para aconsejar, advertir e incluso alarmar.
Después de haber hecho durante siglos lo que nos ha venido en gana, sin contar con nadie -nos considerábamos la vanguardia de la humanidad-, ahora, fruto de nuestra incomparable sabiduría, hartos de tener y derrochar casi todo, toca echar el freno y, conminados por un muy sagrado y occidental complejo de culpa, difundir peligros para la salud y amenazas para el planeta; cuestiones que en otros lugares no dejan de ser caprichos de tipos aburridos y saciados por un consumo indiscriminado que, de pronto, han descubierto una especie de moralidad global que pretende volver a llevarlos a la cabeza del planeta, en esta ocasión para salvarlo, ¡toma ya! como si el planeta no hubiera pasado ya por situaciones similares o peores y necesitara que nuestra pretenciosa insignificancia lo salvara, principalmente de nosotros mismos.
Aquel apocalipsis religioso, desprestigiado y venido porque nunca llegó cuando debiera, se ha convertido hoy en un apocalipsis ambiental; ya que es imposible desembarazarnos de una moral judeocristiana -da igual si religiosa o atea- que ha regido durante siglos nuestra forma de pensar toca, como buenos y adoctrinados cristianos europeos, vender un fin del mundo más prosaico, cualquier cosa con tal de volvernos a creer en el centro. Los nuevos mesías y sus apóstoles venden hoy catastróficas paranoias finalistas, tal vez acertadas pero que no dejan de ser charlas y advertencias de salón para responsables consumidores occidentales que, curioso, dejan pingues beneficios a los de siempre. Toca que estos aburridos consumidores europeos compitan entre ellos a la hora de presumir de conciencia ecológica, naturaleza, medio ambiente, derechos animales y vegetales, reciclaje, conservación y no sé cuántos calificativos coloreados en todos los tonos verdes posibles. En más de un caso marketing publicitario localista con fondo de Armagedón que sigue engordando la cuenta de beneficios de las mismas empresas que hasta hace un rato nos vendían la panacea del consumo. Hoy, por aquí también consumimos alarmismo.
Junto a ese pretencioso exceso de altura moral y responsabilidad a la hora de salvar el planeta también debería existir por aquí una necesaria humildad que nos pusiera a la altura de, por ejemplo, el último habitante asiático, o, mejor, de pie en el sucio solar al lado de casa; y antes de creernos pequeños y arrogantes dioses de los que depende la viabilidad y el futuro de este mundo deberíamos considerar nuestro envanecimiento, así como nuestra insignificancia para con esta tierra, pues todo lo que creemos que ayuda al planeta cuenta prácticamente cero, no tenemos más derechos que el vietnamita que vive en un junco rodeado de millares de conciudadanos para los que la primera consigna no es salvar el planeta sino llevarse algo a la boca, tanto para él como para los suyos. Ahí empieza y acaba todo -¿o todavía seguimos empeñados en que somos los más listos?-, el planeta estaba antes que nosotros y sobrevivirá a nuestra presencia, y si es preciso nos hará desaparecer como se hace desaparecer una molesta comezón, y vuelta a empezar, con o sin nosotros.
Por hastío, complejo de culpa, resentimiento, ansiedad o vergüenza preferimos salvar a quien se halle cuanto más lejos mejor, incluso en contra de su propia voluntad; nuestra cristiana falta de humildad se olvida con demasiada frecuencia de las mañanas, la gente y los lugares de nuestras propias vidas, esas que sobrellevamos a regañadientes o de las que directamente desertarnos para largarnos tras cualquier cosa que nos pongan a mano. Tenemos a la vuelta de la esquina más tareas de las que podemos asumir, dediquémonos a ellas. Es lo más fácil y efectivo, y el planeta nos lo agradecerá, o no, pero ese es otro tema.
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