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Si preguntáramos a cualquier conocido por el significado de la palabra comunión, muy pocos o casi ninguno nos diría que comunión significa participación en lo común, tampoco habría mucha diferencia si se pusieran a pensarlo con algo más de detenimiento. Hasta ese punto alimenta la religión los entramados más finos de una sociedad como la occidental, en el origen y significados de palabras y actos humanos.
A pesar de una Ilustración e infinidad de gobiernos de izquierda o, como se dice ahora, progresistas, que durante decenios intentaron dejar los asuntos religiosos a un lado y dar paso a una sociedad laica de valores humanistas en la que la única religión fueran unos derechos humanos; treinta puntos que todavía hoy pretenden el entendimiento y la convivencia general, independientemente de cunas y forma de pensar, una declaración que ya preveía el aumento exponencial de la población humana y la ineludible obligación de una coexistencia común por encima de tribus y territorios. Una especie de religión social en la que primaría el respeto, la colaboración, la solidaridad y los sentimientos comunes compartidos.
Pero una cosa son los grupos y sociedades humanas, su diversidad, sus seducciones, sus posibilidades y ofrecimientos de mejora a título individual, incluida la libertad, y otra los individuos particulares. Libertad que se ha convertido en uno de los principales atractivos a nivel individual de esta cultura occidental, tan cruel y refractaria, una libertad nada fácil de la que, sin embargo, muy pocos nativos disponen a su antojo, como tampoco de los medios indispensables para disfrutarla, lo que no impide que la misma sociedad, odiada por tantos, actúe como reclamo para miles de personas, o millones, que se sienten con todo el derecho del mundo a mejorar sus condiciones de vida. Atractivo que promueve una incesante y numerosa inmigración global de acoplamiento cada vez más complicado. Y cada una de estas personas moviéndose de un lugar a otro arrastra consigo una sociedad-cultura-religión que le ha hecho ser lo que es.
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Los procesos históricos que ha sufrido la cultura occidental han tenido como consecuencia una convivencia más o menos abierta en la que las opciones personales apenas se manifiestan cara a los demás; prima la cautela y, por ejemplo, unas formas de vestir aleatorias o fuertemente grupales completamente asépticas respecto de cuestiones más íntimas, además de ciertas ostentaciones visibles en función de factores económicos, preponderando, no obstante y según la educación de cada cual, el respeto y la cortesía, un acercamiento tolerante hacia lo diferente, la curiosidad y el deseo de compartir como signo de entendimiento por encima de otras cuestiones personales o culturales. Sentimiento de apertura, asumido por principio, que fomenta unos individuos más bien tolerantes, quizás emocionalmente demasiado débiles, o flexibles, e influenciables, a los que les importan menos las fronteras y gustan moverse por toda la superficie terrestre con insistente curiosidad y sin apenas reparos culturales.
Este carácter occidental suma, además, más beneficios que prohibiciones o inconvenientes, aunque a algunos no se lo parezca. Muy pocos, que no sean unos niños mal criados o con carencias intelectuales y de relación, rechazan en occidente una invitación de buen grado, ni suelen comportarse groseramente o de forma despreciativa, ni imponen condiciones o exigen por adelantado, prefiriendo moverse con prudencia y respeto, no teniendo ningún inconveniente en unirse y compartir -incluido unos alimentos ofrecidos con gusto- como uno más cuando toca hacerlo. Actitudes que organizan una sociedad expansiva y tal vez demasiado permeable, amén de unos individuos habituados a convivir dentro de unos máximos de tolerancia nada fáciles de mantener y transmitir.
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Es hora de volver a Durkheim y ese a espíritu social del que hablaba en la primera parte, espíritu de pervivencia y comunión que alimenta grupos humanos, que impone costumbres, inventa ritos y sacraliza actitudes y comportamientos, un denso tejido social que acatan generaciones sin preguntarse por qué y que cada inmigrante lleva consigo, en muchos casos exigiendo que sea respetado allí donde fuere, a kilómetros de distancia de su lugar de origen, muchas veces sin admitir o querer entender que el respeto debe ser mutuo.
Las personas forzadas a emigrar debido a penurias económicas, en un mundo cada vez más pequeño, están en su derecho a la hora de fomentar y exigir un inevitable u obligado anhelo de bienestar y de mejor vida para sí y los suyos allí donde fueren. Sin embargo, estas personas llevan consigo su propia sociedad en forma de cultura, y sobre todo su religión, que en la mayoría de los casos no ha pasado por el trance de una Ilustración humanista, una religión que también suele ser el referente principal de una visión del mundo exclusiva y exclusivista; religión que en muchos de los lugares de origen del inmigrante dirige y gobierna la vida comunitaria los trescientos sesenta y cinco día del año, en muchos casos con mano férrea. Es por ello que en la sociedad o cultura de acogida suelen producirse conflictos cuando un recién llegado, apoyándose en la libertad de la que ahora disfruta, exige que por respeto se le acepten procederes y costumbres que en su país de origen son solo prohibiciones -cubrimientos, velos, rezos, alimentos, etc.-, que sean admitidas públicamente cuando probablemente en la sociedad o cultura de la que proviene no se permitirían las que ahora aquí disfruta, con todo lo que ello significa.
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Durante el periodo nacionalsocialista muchos judíos alemanes se extrañaban y no entendían por qué sus mismos compatriotas les perseguían y asesinaban, ellos eran tan alemanes como el que más, habían asimilado de forma ejemplar una civilización y una cultura en la que participaban al ciento por ciento, y que para ellos era, si cabe, más valiosa e importante que la propia religión. Quizás fue uno de los últimos momentos en la historia que sucedió algo así.
En la actualidad algo similar parece imposible, sobre todo en una sociedad abierta como la occidental en la que las obligaciones comunitarias y sociales se mueven bajo mínimos y los reductos están a la orden del día. Si ya los locales se sienten poco obligados y escasamente participativos de un espíritu social cada vez más difuminado, de escaso ritual y mínimas celebraciones -únicamente las que tengan que ver con el consumo y uno mismo-, los inmigrantes adoptan posicionamientos similares sin entender, ni pretenderlo, el complejo fondo del asunto. Es más, en muchos de estos reductos de inmigrantes existe un orgulloso sentimiento de superioridad y desprecio, a partir de una cultura propia que creen superior, hacia una sociedad de acogida que ha forjado un individuo tan débil. Superioridad social barnizada con tintes claramente religiosos, por ello apenas aceptan hábitos y costumbres que no consideran suyas ni entienden esa buena educación de la que antes hablaba, son reticentes a integrarse y se sostienen en unos mínimos que les procuran la suficiencia personal y familiar, ni mucho menos se sienten en la obligación de hacer suyos, participar o colaborar en la pervivencia y mejora de los medios y posibilidades que tienen a su alcance, de sostener la que en esos momentos es su sociedad, la que les permite vivir a ellos y a los suyos.
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El cada vez mayor número de habitantes que pueblan la tierra desenmascarará a unas religiones que, en su anacrónico arcaísmo y simpleza, se han quedado obsoletas, incapaces de entender y asumir comportamientos y relaciones humanas diversas y complejas, todavía predicando y pretendiendo costumbres y actitudes tribales de nulo valor, vulgares manipuladoras de voluntades… o no.
Entonces, siendo divertidamente agorero y ya que no vamos a ser de pronto todos ricos, de no poner remedio y buscar un espíritu colectivo mundial con la especie humana como centro, con sus ritos y celebraciones, si es preciso, en los que la convivencia prime por encima de diferencias tribales y localistas, los derroteros de las sociedades y culturas humanas todavía existentes, y de la misma especie, dan pavor. Odios, envidias, guerras, supersticiones, más prohibiciones y tinieblas compondrán un excelente caldo de cultivo del que surgirían maldiciones, milenarismos, demonios, redentores, héroes tan simples como imbéciles y religiones tan añejas como definitivas… en fin, todo lo que cada cual guste imaginar.