Estamos en verano y no se admite todo, hay que descansar, hasta quien no está cansado; sigo sin saber por qué, qué ancestral demiurgo nos conmina, en una gran mayoría de casos, a una vacía y obligada indolencia.
Admitimos sin preguntarnos que el verano tiene que ver con la molicie, niños y jóvenes no tienen nada que hacer (?), el calor aprieta -creo que cada vez más- y las vacaciones laborales necesitan unos meses en los que justificar su exigencia.
En verano las noticias cuelgan el cartel de no hay noticias, aunque la testaruda realidad se empeñe en todo lo contrario; por ello tenemos que soportar una basura infinita de todo tipo que, con la etiqueta de entretenimiento, infecta nuestros sentidos.
En verano hay que divertirse a toda costa porque el tiempo lo exige, solo falta el neón permanentemente encendido en nuestros cerebros; bañarse aunque uno odie el agua o, como mal menor, ingerir grandes cantidades de brebajes que estén fresquitos o directamente helados; es lo que hay.
En verano hay que dedicarse a las lecturas relajadas, quienes lean, porque parece ser que los cerebros se reblandecen en exceso si la lectura es complicada; probablemente debido al calor, cuestión esta última que creo no demostrada.
En verano hay más fiestas, no sé si porque tocan o porque hay que reinventar un negocio con el que recaudar de tanto harto y aburrido de sí mismo.
En verano hay que llenar las playas, porque para eso están, aunque estarían mejor si fueran de césped, tan fresquito, en vez de esa arena tan molesta y difícil de quitar que se te mete por todas partes.
En verano las terrazas de los bares fingen estar llenas de público, ahora que también lo fingen en invierno; vegetan a costa de más gente que no sabe qué hacer con su alma, y su cuerpo, y come y bebe lo mismo que en invierno.
En verano aumentan los botellones, pero no solo de jóvenes, los adultos han descubierto que pueden llenar el maletero del coche de neveras y hielo y hacer botellón en cualquier local que se deje ahorrando una pasta en copas.
En verano gustamos de mostrar nuestras carnes, convicción o moda de dudoso gusto, porque hay carnes que dan literalmente grima. Alguien debería reconsiderar el concepto de ofensa pública, porque las ofensas no han de ser siempre de palabra u obra, hay cuerpos que deberían permanecer arrestados y así salvaguardar la salud mental y visual del resto.
En verano la gente dice divertirse, nueva forma de referirse a no saber qué hace con uno mismo.
En verano sudamos hasta cuando vamos al váter.
En verano, muchos de quienes no suelen tener un trabajo decente durante el resto de año acceden a humillarse públicamente con tal de que los demás, a quienes les importa un pimiento las condiciones de trabajo, disfruten del verano. Hay lugares en los que a esto llaman explotación.
En verano hay que sonreír porque para eso es verano.
En verano hay festivales musicales a porrillo en los que hacen como si cantaran gente que no sabe cantar ni tiene nada que contar; da igual, si hay cerveza, refrescos y una parcela cercana donde mear vale.
Siempre me he preguntado por qué el verano es sinónimo de pereza, si esa impresión es únicamente mía o la exige la estación, o, ya puestos, si se trata de una condición importada de otras latitudes, como otras tantas cosas que creemos nuestras de toda la vida.
En verano se vive en la calle, pero quizás lo de calle no esté demasiado claro; es cierto que, a no ser que se disponga de aire acondicionado del que no salir, que más bien se parece a no estar en verano, la calle no mola. El verano vendría a ser ese intermedio molesto entre lugares en los que reina el fresco, o el frío; un intermedio que solo trae más luz natural, el resto no importa, siempre y cuando no toque estar demasiado al sol.
Cuando no sea verano probablemente echaremos de menos el verano.