Lujo no son las casas, ni los yates, ni los aviones privados, ni los palcos, ni las putas de lujo, ni las comilonas sin límite, ni las cuentas corrientes con ceros ilimitados, ni las habitaciones que parecen casas, ni los viajes con guía exclusivo; todo eso es solo dinero.
Lujo es admirar la salida del sol en este caluroso verano, da igual lo que estés haciendo o hacia donde te dirijas, disfrutar de los contrastes que nos proporciona la luz limpia de un sol tan bajo; tampoco importa el lugar, esa luz respeta cuanto acaricia, vivir los colores y sonreír feliz porque justo estás despierto y disfrutando.
Lujo es pasar la tarde sumergido en la lectura, acompañado del susurro del escaso viento entre las ramas de los pinos y el ir y venir de pájaros incansables acarreando alimento hacia nidos ocultos.
Lujo es una sobremesa en compañía, da igual lo comido, el momento en el que el tiempo se detiene y la conversación se dilata sin fin ni ocupación alguna que enturbie el presente; recoger y limpiar vendrá después, cuando la charla se relaje, las opiniones hayan quedado medianamente claras o permanezcan tal y como surgieron y las piernas apremien intentando despezarse con los primeros pasos hacia la cocina y la inevitable pregunta del qué hacemos o nos apetece ahora.
Lujo es nadar a media noche, si puede ser completamente desnudo, sin ayer, ni hoy ni mañana, en ese preciso momento, moverte y avanzar en el agua como si fueras agua, idéntica constitución, sintiéndote capaz de llegar donde quieras y sin que te preocupe no hacerlo; ahí y entre, sin preocuparte si estás, vienes o vas, porque no te importa.
Lujo es que el trabajo te abandone junto a un olivar, toca esperar y no puedes hacer otra cosa, entonces, protegido del sol de agosto, recurres a tu libro de reserva, de pronto tan interesante que no sabes si la espera desaparece o se prolonga sin medida; hasta que el pitido de atención indicando que se acabó la inactividad llega pocos minutos después de haber finalizado ese capítulo que, por su apasionante y compleja densidad, necesita tiempo para rumiarse detenidamente y asimilar con pausa lo leído.
Lujo es cabrearte por las malas noticias cuando te esfuerzas en conocer cómo funciona este mundo, aunque también sepas que no puedes hacer mucho más de lo que ya haces -no eres Dios, ni lo pretendes-, también porque estás convencido de que es mejor cabrearse por saber que no saber o pasar, porque estás de vuelta o a ti no te alcanza -como si vivieras en Marte, qué tonto-; siempre será mejor que creer que sabes lo que no sabes que no sabes.
Lujo es mirar a los ojos de la persona que quieres cuando te está hablando, verla reír por tus tonterías o tu enésima torpeza, sin que te preocupe el dónde, por qué ni hasta cuándo, precisamente por eso seguís juntos, cuando ni motivos ni planes son indispensables, ni tareas pendientes ni complicados proyectos que siempre son excesivos y consumen más presente del que merecen.
Hay muchos más lujos, diría que infinitos, listos para disfrutarse y completamente imposible calcular en dinero.