Localismos

Todos hemos leído u oído cómo en el siglo XIX el tan históricamente deseado como hipotético pueblo español se enfrentó valerosamente a los invasores franceses para reponer en el trono a un reyezuelo que, una vez asentadas sus posaderas, hizo retroceder al país varios siglos atrás, a la virgen, el terruño, el señor, las romerías y el como Dios manda. Solo se quejaron cuatro afrancesados que veían en la invasión francesa la oportunidad única para que este país se despojara de siglos de caciques y sacristías que lo tenían sumido en la ignorancia. Para aquellos habitantes importaba, antes que la convivencia, la misa, la honra y el más vale lo malo conocido.

Ciento cincuenta años después, a la muerte del dictador, España era un país casi tercermundista en el que el analfabetismo y la ignorancia campaban a sus anchas, eso sí, su población era gente obediente, impetuosa, que no valiente, trabajadora con asterisco, devota y jaranera, algo vocinglera, festiva y pacífica. Un pacifismo que con alguna frecuencia, traducido, venía a decir: déjame en paz y no me toques los cojones. Una forma muy local de llevarse bien con el vecino, principio de colaboración y entendimiento entre los pueblos cuando los males venían repartidos, porque si lo hacían de forma aislada o individual, allá cada cual con lo que le tocaba.

Se ha escrito hasta lo que no está escrito a la hora de explicar o justificar el desacuerdo político y no político que en la actualidad tiene a este país sin política; que si posicionamientos viscerales e intransigentes, irracionales y hasta simplemente pura arrogancia y mezquindad. Todo lo contrario a cualquier intento de poner un poco de sentido común en una política que más que un lugar de encuentro en el que negociar o acordar soluciones se parece más a un bar de barrio en el que sermonear a voz en grito; ¡porque yo digo lo que me da la gana! Menos cuando tienes que permanecer obligatoriamente callado porque si hablas te pueden echar a hostias por no pensar como todo el mundo.

Expertos nacionales e internacionales han intentado, dentro de la moderación y respeto que merece el caso, intervenir opinando sobre la situación española, una cuestión, si no única, si bastante particular en el conjunto de Europa, y hasta en el propio mundo; primando como conclusión la falta de cultura democrática y el exceso de testosterona local; incapacidad para entenderse con el vecino y carencia de todo sentido de convivencia con quien no opina como yo, lo que no hace sino ahondar en una negrura de confesionario de difícil solución. Descorazonador resultado que fomenta entre los foráneos, por encima de su buena intención, un desánimo generalizado que suelen resumir a sus lectores según la jerga local, los míos son los buenos y cualquier otro que piense de otra manera es un sinvergüenza que solo merece la horca.

También yo me pregunto sobre algo que parece indescifrable, como si fuera otro extranjero curioso más tratando de desentrañar esta estupidez sin conseguirlo. Por ello no es extraño que los políticos que sufrimos sean el vivo ejemplo de los naturales del país -que no ciudadanos, porque nunca se consideraron tales, solo viven aquí y se dedican a hacer lo posible porque no les joda el vecino, o hacer como si no lo hubieran visto en el caso contrario. Más dados a los soportes básicos que tienen que ver con el sobrevivir de cualquier modo y a costa de quién o lo que sea que a las convivencias comprometidas que requieren un constante cuidado.

Disponemos, como en cualquier otro lugar del planeta, de personas excelentemente cualificadas a título personal -talentos y cualidades de nacimiento-, pero somos incapaces de coordinar una tarea común mínimamente efectiva. Alabamos a título personal a cualquiera que haga bien su trabajo, con razón, pero somos incapaces de construir una organización o sociedad que funcione mínimamente en la mejora y colaboración ciudadana. Pecamos de quijotes, fanfarrones y grandilocuentes, capaces de pelear y destruirnos mutuamente antes que colaborar en hacer de nuestro jardín el mejor del mundo.

No sabemos vivir en comunidad como no sabemos ser demócratas; lo público es algo que explotar, de lo que vegetar, desprestigiar, exprimir y si es necesario destruir si no vamos a obtener beneficio inmediato de ello, ignorando conscientemente que es nuestro y que nuestro primer deber es hacer que funcione para todos.

Justificamos al sinvergüenza al que votamos o con el que trabajamos porque es nuestro sinvergüenza, al que seremos incapaces de enfrentarnos para decirle que lo es y que su actitud es perjudicial y nos perjudica. Tememos denunciarlos o enfrentarnos a ellos por razones abstrusas o simplemente imaginarias, o por pura cobardía, porque es preferible mirar a otro lado o darnos la espalda antes que discutir.

Tal vez sea porque desde casi siempre nos ha gustado vivir a la orden, que otros pensaran por nosotros si nos dejaban siestear o divertirnos a gusto. Hemos vivido bajo órdenes muchísimo tiempo, voluntaria u obligadamente, porque nunca nos ha resultado difícil dar con los medios para sortearlas en nuestro propio beneficio, sin hacer ruido, es decir, sin dar la cara; en público nos mostrábamos serios, obedientes y pacíficos, mientras en privado obteníamos ese plus de beneficio servil o parasitario que casi siempre llevaba aparejado alguna migaja económica. Una libertad miserable y un beneficio económico, siempre en negro, indispensable para vivir con cierta solvencia sin dejar de parecer criados, nada que ver con la decencia o la legalidad. El caso era jactarse de poder respirar independientemente de quien nos gobernara, reyezuelo o dictador.

Importa más el terruño, la romería y el viva la virgen cuando fuera menester, es por eso que decir ciudadano nada tiene que ver con el habitante de este país, que antes prefiere denominarse feligrés, compadre, fiel o romero. Cualquier cosa antes que la libre y voluntaria colaboración.

 

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