Turistas (y 2)

Creo que cualquier intento de aproximación al turismo como fenómeno social con mediana seriedad puede parecer desproporcionado, y para muchos incluso pedante o prepotente; es como si el propio término, concepto o actividad incorporara un plus de puerilidad y ligereza que impide tomárselo en serio.

Turismo ya ni siquiera tiene que ver con viajar, es más bien una versión pudiente del carnaval que, por fortuna, no necesita fechas concretas ni miércoles de ceniza, tampoco murgas ni grandes desfiles. Turismo es una versión prêt-à-porter del carnaval que cada cual interpreta o celebra a su modo, y lo único en común es una de las características principales de las celebraciones carnavaleras, el disfraz. Porque el turista, para ser y disfrutar de tal, tiene obligatoriamente que disfrazarse. Ya no tiene sentido organizar la maleta con ropa diversa porque ignoramos cómo nos sorprenderá la meteorología allá donde vamos, costumbre definitivamente arrumbada en estos tiempos on line en los que casi podemos respirar el destino antes de imaginarlo. Pero tal cantidad de información no permite al futuro turista elegir con digital exactitud las prendas que vestirá cuando y donde llegue, o mientras llega. El turista de pro directamente desecha el contenido de su armario para adquirir prendas y objetos exclusivos de turista; el motivo exacto de esta absurda decisión no sé muy bien cuál es, si la suciedad o el deterioro de la ropa, nunca lo he preguntado. Sin embargo, no por elegidas las prendas que caracterizan al turista gozan de prestigio, pueden parecer elegantes e incluso adecuadas, todo lo contrario, el buen turista elegirá lo más chillón, cutre y hortera que el mercado pone a sus disposición, que es mucho pero exactamente igual de feo y desagradable.

Ejemplo, empezando por las pueriles, garrulas y básicas deportivas -invento extraordinario que tras siglos de penalidades permite por fin a los humanos caminar con comodidad-; viene después el obligado short, pantaloncete o culote, versión pandero celulítico o sin rastro de pandero y canillas desarrapadas -esa estupenda y novedosa prenda que facilita a cada pierna desenvolverse por su lado. Sigue a continuación la pertinente, campechana, inimaginable e incomprensible camiseta, versiones lorceril o pancista -según sea portador o portadora-; sin que, por último, falte el gorro o gorra, u objeto de desconocido material e ignota fabricación, que poner sobre la cabeza, utensilio que nunca impide que el sol castigue el pescuezo del usuario sin piedad. Completa el disfraz un variopinto muestrario de sacos, bolsas, riñoneras, mochilas o bandoleras, algunas de confección marciana y rincones inencontrables hasta para el mismo propietario.

De esta guisa nuestro turista requerirá, y esto es fundamental, su actividad turística propiamente dicha, que, también de suma importancia, ha de llevarse a cabo cobijado en el interior de un grupo donde sentirse integrado en su visceral y casposa intrascendencia; un ambiente anodino donde poder bromear sin gracia -siempre habrá alguien que se ría por vergüenza-, desentenderse o despreciar con todo derecho y libertad aquello que no entienda o sepa y sentirse como pez en el agua en su santa ignorancia -todos saben que ninguno de los presentes sabe, y el que intente parecerlo también es archisabido que probablemente es un pedante que pretende darse importancia. Falta, por último, la moderna e indispensable comodidad de un vehículo o vehículos que los lleven y traigan de aquí para allá -barco, avión, autobús, camión o trenecito-, dando igual el medio porque siempre habrá aguardando un amable pastor que mime, cuide y asesore al rebaño en sus necesidades básicas, que son todas y sobre todo tienen que ver con lo fisiológico -comer, gastar, beber, mear, comprar etc.-; todo aquello que quede a años luz de la humana curiosidad.

Luego, en una lista que parece interminable, vendrán los paraderos que cada día se inventan o construyen para que nuestro sujeto de rienda suelta a esas necesidades básicas; establecimientos de todo a cien, en muchos casos multiplicado por mil, con formas y extensiones sin par; construcciones, complejos o ciudades conteniendo la pereza de lo cotidiano envuelta en papel cuché.

 

Posdata.-… Una excelente guía pormenorizaba históricamente el lugar, proporcionando detalles y anécdotas interesantes de la sinagoga visitada. En primera fila, un cincuentón, fiel y concienzudamente ataviado de turista, prestaba atención mascando chicle con la boca abierta, interrumpiendo constantemente con preguntas como… qué era eso de tantas ramas donde se ponían las velas… o si la luz roja encendida junto a la pared más importante del edificio era el lugar donde se guardaba la hostia consagrada… La paciencia y educación de la guía era infinita.

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