No hay como hablar para saberse, escuchar para encontrar y encontrarse y dialogar para conocer, todo ello de la forma más normal y rutinaria posible, sin preámbulos ni ceremonias, tal y como sucede en tantos lugares en los que, por ejemplo, alguien se sienta a una mesa con cualquier excusa. Y a poco que la charla fluya y vayan apareciendo temas y conversaciones la cosa irá mejorando, incluidas sorpresas de última hora con las que no se contaba y afirmaciones que, también, pueden dejarnos sin voz, desgraciadamente.
Sucedió en una de esas situaciones cuando, no recuerdo exactamente el tema, alguien habló de la duda, de dudar, momento en el que uno de los presentes zanjó de forma taxativa que dudar nunca, sentencia que se vio rápidamente corroborada por otros asistentes. No intenté mediar, vistos los pocos resquicios que dejaba dicha afirmación, acompañada con el consiguiente e inflexible apoyo presencial, y mi lentitud a la hora de argumentar una alternativa consistente con perspectiva de futuro, ni siquiera de éxito.
Más tarde, a medida que intentaba buscar justificación o explicaciones a semejante máxima, mis sensaciones fueron empeorando. Los nazis tampoco dudaban. Como tampoco lo hace el títere que se inmola, llevándose por delante a cuantas más personas mejor, por una causa que desconoce o directamente falsa, mero juguete a manos de malvados resentidos dominados por un odio que son incapaces de nombrar y que los mantiene muertos en vida; como tampoco duda el ignorante que asesina a su mujer o amante porque piensa y desea por sí misma y con ello cuestiona un poder machista que el pobre tipo considera tan antiguo y justo como el mismo Dios. Existen tantos ejemplos como queramos, de individuos, grupos y organizaciones que basan su existencia en no dudar, porque dudar significa escuchar tanto a los demás como a sí mismos. Hablamos de cobardes desconfiados de una razón que desdeñan y se niegan a usar, no sea que les muestre la inconsistencia e inmadurez de su empeño, intento desesperado de encarcelar las maravillosas destrezas de nuestra inteligencia, ese órgano que solo sabe manifestarse y, llegado el caso, defenderse con razones, la mejor prueba tanto de nuestra exquisita versatilidad como de nuestro enorme poder.
Quizás sean los tiempos que corren, tiempos en los que cada vez más gente, independientemente de su origen y por puro miedo, se siente en la necesidad de anclarse a dogmas y pronunciamientos que le eviten pensar y reflexionar -¡y hasta disfrutar!- sobre lo que tienen alrededor. Tiempos en los que el mayor valor de la democracia, ese comprometerse y sentarse a dialogar para llegar a acuerdos que nos obliguen a vivir juntos al margen de orígenes y formas de pensar, es vilmente desprestigiado por quienes prefieren vegetar odiando o despreciando antes que detenerse y dejarse interrumpir, y por qué no, convencer, por quien solo tiene la palabra y sus argumentos para hablar del mismo mundo. Todo tipo de nacionalismos políticos, culinarios, costumbristas o religiosos, no merece la pena contarlos, arrogantes miserias convertidas en baluartes con pies de barro que, sin embargo, sostienen a multitudes sin otras aspiraciones que subsistir a toda costa; mejor sin pensar.
Probablemente en los orígenes de la humanidad el tipo de la cachiporra tenía pocas dudas, o ninguna, la porra y quien la empuñaba eran el mundo y la ley. Afortunadamente hubo quienes dudaron de tales argumentos, se apartaron con el consiguiente sigilo y prudencia y descubrieron, ofreciéndolo al resto, otras opciones con las que se podía vivir muchísimo mejor y sin violencia de ningún tipo, ni siquiera verbal. Indudablemente costó pero aquí seguimos.
Nosotros somos la duda, por eso precisamente creamos a Dios, para que nos salvara de ella, y nos equivocamos. Si repudiamos la duda nos repudiamos a nosotros mismos, entonces dejaremos de pensar y nos agotaremos en nuestros miedos y limitaciones, y desaparecemos, si entonces no estamos ya directamente muertos.