Miedos

A estas alturas no pretendo descubrir qué significa el miedo, qué alimenta y de qué, cómo se agarra a un estómago sentido a kilómetros de distancia de la cabeza y la elemental cordura que debería conducirnos; nada más fácil, o no. Un miedo que, desde que la especie humana comenzó a caminar sobre la superficie de este planeta, ha gobernado a tantos que, sin voluntad para enfrentarse o tomar las riendas de sus propios actos, optaron por bajar la cabeza y seguir, continuar a costa de su vida y la de los suyos, sin hacer preguntas y sin admitirlas, también por miedo a reconocer su propio miedo, el oscuro motor que dirigía sus pasos. Tampoco hace falta volver a desenmascarar unas creencias religiosas, cualesquiera, habituadas a servirse del miedo con tal de mantener sojuzgados a quienes, quizás alzando la cabeza y pensando por sí mismos, hubieran sabido ver y comprender y de ese modo rebelarse contra quienes, humillándoles de forma permanente, alimentaban un miedo que no parecía de este mundo y, sin embargo, lo era más que nada. Es el miedo que, por ejemplo, también se explota en unas elecciones, esgrimiéndose como dedo acusador por parte de quien no tiene mucho más o nada que decir, tal y como siempre fue, usado a falta de razones y evidencias con tal de confirmar los temores más simples del ignorante fijándolo aún más a su yugo, al igual que lo harán con sus hijos.

Miedo con el que nos hemos habituado a vivir y por el que nos dejamos aconsejar hasta el irracional punto de consultarlo antes de dar cualquier paso; un miedo, en cambio, que ya no pretende mantener maniatadas a las víctimas mediante amenazas o jueces divinos, no porque la humanidad haya aprendido, sino porque la han hecho tan desconfiada y susceptible que necesita el miedo pegado a la piel para subsistir, personal e intransferible, materialmente profano. El cielo ya no vende, hoy, además de seguir igual de humillado, se exprime al ignorante de siempre, o consumidor, o cliente -bonito eufemismo-, o víctima, creando y fomentando miedos nada imaginativos, más vulgares, temores gruesos que ni siquiera merecen el calificativo de terrenales; elementales prevenciones y recelos inducidos que no necesitan rezos o súplicas, sino el pago por adelantado, para eso han sido inventados seguros y medicinas, un enorme e inacabable santoral que cada particular utiliza en función del cariz de su maliciosa soledad. Miedo al robo, al viaje, al asalto, a respirar, al vecino, a la pérdida, a la enfermedad, al tropiezo… miedo, en fin, a vivir que obliga a desconfiar hasta de la propia sombra previo paso por caja. Y como obedientes ignorantes pagamos por disimular nuestros miedos impuestos reconvertidos en negocio en la tierra. Miedo que también se ha trasladado al propio cuerpo, ese excepcional mecanismo creado por la naturaleza y perfeccionado por la evolución, capaz de regeneraciones imposibles, que hoy intentan mostrarnos como una piltrafa inútil, ni mucho menos autosuficiente; una naturaleza torpe y defectuosa, casi un inválido, incapaz de soportar o superar el dolor, o entenderlo y aceptarlo, como tampoco capaz de realizar las funciones más prosaicas sin alguna sustancia química indispensable para una vida vulgar y corriente.

El miedo de hoy ya no es falsamente espiritual o simplemente supersticioso, al menos ese tipo de temores dejaban libre al cuerpo en la tierra para hacer y deshacer a sus anchas, es decir, vivir; hoy ni siquiera eso, la humillación es tal que sumado al miedo a levantarse y exigir se cree y acepta sin rechistar -maldita ignorancia- que nuestro cuerpo es incapaz de desarrollar por sí mismo una vida sana si no es de la mano de adiestramientos, potingues y falsos medicamentos que acabarán por sumirnos en una inutilidad, tanto psíquica como física, de la que cada vez queda menos tiempo para lamentarse.

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