Notre Dame es una iglesia situada en lo que durante algún tiempo se tuvo como el centro del mundo civilizado; también una reliquia, una obra de arte y la visita turística por excelencia. Una construcción que ha venido cargando con una simbología depredadora e interesada casi siempre alejada de sus constructores. Y esa construcción es, precisamente, la que ha ardido, provocando un sinfín de reacciones, entre sentidas y completamente majaretas.
De la obra de arte quizás no hay mucho más que decir, vestigio de la capacidad humana de crear belleza como culminación de un esfuerzo colectivo cada vez más difícil de encontrar en los tiempos que corren; aunque en el fondo el objetivo del templo fuera otro, es decir, ostentar la magnificencia de un poder terrenal que tenía en las construcciones grandilocuentes la única forma de adoctrinar a una población analfabeta sometida a partir de un temor religioso que justificaba sus vidas de sufrimiento en este mundo. Nada que ver, sin embargo, a la hora de tomarla como ejemplo de excelencia, en este caso arquitectónica, belleza interpretada como fin y camino de superación de cada vida personal, por pequeña que sea.
Otra cosa es que se hubiera convertido en lugar de obligada visita para tantos visitantes que probablemente ignorarían su existencia de no haber consultado con prisas una guía turística rápida de París. Lugar de peregrinación, en cambio, para muchos otros que asimilaron en su propio beneficio una educación en la que se solía repasar la historia de la humanidad a través de sus mejores obras. También tendríamos derecho a preguntar qué sentían los en apariencia atribulados espectadores del desgraciado incendio, si la posible pérdida material del edificio o el menoscabo de su significado artístico; o, en otro contexto, la pérdida del negocio que representan los millones de turistas que abonan su cuota para hacerse la foto obligada o, ya que hablo de fotografías, la inmediatez de las miles de fotografías y vídeos que esos afortunados espectadores se encargaban de tomar para acto seguido colgar en las redes sociales con el consiguiente pie …yo estaba allí.
Como sorprendente es que en un país presumiblemente laico la gente se pusiera a rezar como única forma de ayuda… ¿a quién? Incluso ya habrá alguno escribiendo sobre ese inmemorial sustrato religioso que subyace en cada ciudadano europeo que siente el cristianismo como única verdad, genuinamente suya, por encima de tantas y tantas vidas malgastadas o arruinadas por creencias y mentiras de dudosa procedencia.
Los ricos, en cambio, no rezan ni pierden el tiempo cuando ven un negocio en el horizonte, sino que se rascan sus millonarios bolsillos a cambio de aparecer en las primeras páginas de las noticias y exigir con la otra mano, cuando finalmente la obra esté restaurada, y en tiempo record, su nombre en la consiguiente placa conmemorativa que el político de turno clavará en alguno de los muros de la catedral. Legado para la posteridad de unos nombres bondadosos que entienden esa otra forma de permanecer, porque pueden, mucho más sólida que las miserables vidas personales. Dinero que jamás habría estado disponible para salvar o aliviar vidas humanas.
Como también hay despistados, o malintencionados, que nos aburrirán con esa pastosa prosopopeya de una Europa que supuestamente Notre Dame representa, otra desfasada memez, hasta vergonzosa, porque esa Europa ya no existe, si es que alguna vez existió. Hoy Europa, su grotesco fantasma, es la política económica del Gobierno conservador alemán y el Banco Central Europeo, el resto son ganas de tomarnos el pelo, como si fuéramos más imbéciles de lo que ya somos por aceptarlo sin rechistar.
Ya puestos, y como habrá que remover infinidad de piedras para sanear los restos antes de reconstruir, se podrían buscar las tumbas de Quasimodo y Esmeralda, historia viva de la humanidad, eso sí, en versión Disney.