En el tren

Los trenes dejaron de ser, hace ya tiempo, un lugar en el que conocer gente y entablar conversación -además de otras cuestiones más o menos breves e íntimas-; uno podía charlar de lo más intrascendente como enredarse en su propia historia ante los que aún seguían siendo unos extraños, todavía desconocidos que, en más de un caso al finalizar el viaje, pasaban a la agenda personal como futuros buenos amigos.

Quizás por eso, por ese hace ya tiempo, cuando se pusieron a hablar con tal desenvoltura me pareció extraño. Sobre todo porque, a pesar de sentarse en los asientos inmediatamente detrás del mío, pasillo por medio, dejaron bien claro que la predisposición era mutua y el trayecto suficiente. Y por si hubiera dudas, la mujer que tenía justo detrás avanzó como obligada recomendación que para una buena salud mental era indispensable hablar al menos con diez personas distintas al día. La fuente de tal sentencia no fue mencionada, pero que estaba convencida de la veracidad de su afirmación no cabía la menor duda. Así que, a medida que avanzaba el tren y después de establecer sin acuerdo previo ni ceremonia alguna quién de los tres tenía más necesidad de darse a conocer, el caballero comenzó, con voz lenta y cierta parsimonia en la expresión, a desgranar su vida y milagros -más bien pocos, todo lo contrario-, comenzando por el motivo o necesidad del propio viaje.

He de confesar que me fue imposible centrarme en la lectura que traía entre manos, aguanté con el libro abierto, leyendo a tirones y de forma desordenada, sin perder detalle de lo que sucedía a mi espalda; juro que intenté taparme los oídos y concentrarme en el libro, pero me fue completamente imposible, el volumen de las tres voces era demasiado alto, sobre todo el de las dos mujeres.

Lo que más me llamó la atención fue la sinceridad y el visible y compartido interés por saber y opinar sobre lo que se iba contando, asintiendo continuamente, aconsejando si era menester, sentenciando cuando el sentido común disponía o animándose ante las dificultades, ninguna de la cual parecía pequeña o determinante; toda una exposición de argumentos y razones en las que no cabía el mal, porque quien hablaba representaba, ya de partida, la bondad y el esfuerzo a la hora de enfrentarse a las trampas que la vida y las personas nos ponen a nuestro pesar. La paz o el disfrute, cuando llegaba, consistía en una especie de santa resignación después de bregar, soportar, discutir y enfrentarse, y llegado el caso separarse, de quienes parecían no tener otro motivo en este mundo que impedir el buen hacer de los hablantes. Con todo merecimiento se pasaba del papel de víctima humillada, y hasta maltratada, a la de esforzado y justo vencedor de odios e inquinas provenientes de esa familia que, para desgracia nuestra, nos ha tocado en suerte. Que se lo digo yo… porque es más bueno que el pan… y el pobre ha sufrido lo que nadie sabe hasta que no ha podido ser… si tienes que reñir con la familia y quedar mal pues lo haces, para eso me tiene a mí; aquí estoy yo dispuesta a ayudarle en lo que haga falta… desde que llevamos juntos… ¿hace ya cuantos años?

La media de edad de los conversadores, por lo poco que puede ver, disimuladamente, rondaría la cincuentena; en la pareja de mi derecha mostrando un aspecto más bien golpeado por una vida repleta de desgracias, en la mujer a mi espalda, en posesión de ese vigor y salud que conceden unos satisfechos años merecidamente vividos y habituados a entender, comprender y aceptar, dándolos por buenos o justos, las vicisitudes y problemas que, en este caso, le hacían saber la pareja del otro lado del pasillo.

Y el tren llegó a su destino, mi libro regresó a la mochila y las despedidas y buenos deseos se sucedieron con una atención y afabilidad a la que solo le faltó una mesa común y un café ante el que recapitular y aventurarse ante el futuro. Y yo me fui con la sensación de haber sido testigo de una escena de otro tiempo, o de otro siglo, cuando el otro era alguien como tú en el que podías confiar porque, si no ¿para qué estamos aquí?

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