No creo que fuera por la hora ni por el lugar, aunque a primera vista pudiera parecerlo, un sábado por la mañana en la inevitable cerveza antes de comer en un bar repleto de feligreses ejercitando esa costumbre tan local de darle al gaznate y a la lengua cuando la oportunidad y los amigos así lo requieren.
No era temprano ni tampoco tan tarde como para que el ambiente general ya hubiera sido alterado por los líquidos y el obligado calor de la reunión; sucede que en esos lugares uno sale y entra del grupo en función de los saludos y los conocidos a los que hace mucho que no veía o con los que antes de ayer dejó a medias una conversación, la que precisamente ahora acabas de recordar cuando, pasando a tu lado, has vuelto a saludar e inevitablemente tu cabeza ha regresado donde entonces. Y en este ir y venir uno de mis acompañantes, algo perdido desde el último tema de conversación antes de su momentánea salida, preguntaba de qué estábamos hablando… ¿De política…? Qué mejor en los tiempos que corren… -le respondía alguien.
Y tal como podrán suponer la respuesta fue el detonante del resto de la conversación que a partir de entonces monopolizó al grupo. Que si esto va francamente mal… que si los trabajadores han perdido las referencias… el poco dinero que se gana para las horas que se trabajan… los contratos precarios… la imposibilidad de comenzar una vida mínimamente digna sin un trabajo decente, con lo que significa en cuanto a futuros directamente imposibles o embargados hasta casi la muerte… o de la violencia, su vigencia o su desesperada necesidad, único modo de hacer recapacitar al sistema etc. -y que conste que yo no soy violento-, intentaban justificarse los más serios y responsables. Así, la conversación se fue enredando y enriqueciendo al mismo tiempo, no íbamos a llegar a las manos y había un interés general por entender y no rebajar aquello a otra charla de taberna. Luchas de otros siglos que hoy han perdido no la validez pero sí el nombre, algo que suena ha pasado; hoy los obreros, ni siquiera los de cuello blanco, existen, son de otro siglo, hoy la gente se siente trabajadora, no obrera; o empleado, o emprendedor, si dispones de un coche de segunda mano en el que pintas de forma precaria: Se hacen todo tipo de trabajos caseros.
Y elevando un poco el tono de la conversación llegábamos a la conclusión de que la violencia no solo está en la calle y se dedica a romper escaparates y volcar contenedores de basura, la violencia también está en el tipo del banco que te aconseja y recomienda, como si fueras un cliente de confianza, lo que sus jefes le han dicho que te recomiende y te venda -o no fue violencia que empleados modelos, con su propio interés en llenarse el bolsillo si obedecían bien las órdenes, vendieran preferentes de ese banco cuando todos sabían que aquello era un timo. ¿Cuánto se llevó o se lleva el diligente empleado, sí, ese en el que confiamos como niños cuando nos sentamos en la mesa de la oficina bancaria alardeando inconscientemente de que nosotros sí tenemos un gestor personal que se preocupa expresamente de nuestro dinero? Precisamente porque somos nosotros y no otros, especiales, así nos lo hace saber el del traje con su detallista atención. Como también es empleado el tipo que nos vende el coche que pretende, el que le deja más beneficios, que precisamente no era el que nosotros queríamos o al que llegábamos en función de nuestros intereses e ingresos. ¿Cuánto se lleva el diligente empleado a nuestra costa y cómo se relame cuando ve incrementada con las migajas correspondientes su paga mensual? Creyéndose ya empresa cuando solo es otro pobre tipo al que largarán cuando la cosa se ponga fea.
Tenemos la en ocasiones desafortunada y humana costumbre de ser demasiado crédulos, de necesitar confiar ante el primero que nos ponga cara de sinceridad adornada con palabras amables que entienden y comprenden nuestras necesidades casi como nosotros mismos, que no son necesidades como tales -nosotros no somos unos necesitados, ni unos indigentes-, sino gustos claros y precisos de ciudadanos que eligen por sí mismos y precisamente dan con ese buen tipo que nos interpreta a la primera, y como nos aprecia, nos hace comprar ese producto un poco más caro de lo que pensábamos para nuestro presupuesto, pero no porque pretenda sacarnos el dinero sino porque precisamente tiene eso que en el fondo deseábamos y no nos habíamos dado cuenta que queríamos, hasta el punto de que una vez atrapados justificaremos nuestra elección, excelente elección, ante cualquiera porque ahí donde nos ven sabemos qué compramos y por qué.
Esa confianza en la otra parte que a veces tan desesperadamente buscamos y en la que caemos a las primeras de cambio es el objetivo de esa auténtica perversión, agazapada tras la sonrisa del que tan amablemente nos atiende, de la que tan difícil resulta escapar. Esa violencia sumergida que se alimenta con premeditación y alevosía de nuestras incautas, confiadas y necesitadas miradas.