La tarde se va deslizando plácidamente, desgranando con parsimonia las horas de un generoso día de otoño benévolo con las temperaturas, lo que permite que nos abandonemos ociosos en cualquier lugar propicio para ello, sin tiempo para dolernos por el verano que acaba de irse, voluntariamente inconscientes de la proximidad del invierno, arriba y abajo, deleitándonos en los últimos rayos de sol, sin prisas ni tropiezos.
Algunos más perezosos, apoyada la cabeza en alguna bolsa o mochila o directamente en las piernas de su pareja, intentan dormitar extendidos sobre las piedras de las últimas gradas del teatro romano, arrullados por un murmullo general que ni interrumpe ni distrae, todo lo contrario. Un tipo, más para allá que para acá, grita atropelladamente letras de canciones de hace años, muchos, intentando que el deambular negligente de los transeúntes caiga en la cuenta de su destrozo vocal y, más alma caritativa que nunca, alguno deje caer esa moneda en cualquiera de las bolsas que descansan a sus pies; hasta que, de pronto y sin saber en primera instancia por qué, el tipo cesa de cantar, recoge sus bolsas y desaparece entre los árboles. El motivo de su precipitada huida es la aparición de otro trovador urbano mejor provisto, guitarra y amplificador, que comienza a probar el instrumento sin todavía alzar la voz unos metros más abajo. Parece ser que la explanada es demasiado pequeña para los dos… y poco después una letra de Sabina regularmente interpretada comienza a amenizar el declinar del sol.
Justo enfrente el pequeño escenario aparece definitivamente montado, con los operarios danto los últimos retoques a las cuestiones técnicas mientras, en la parte de atrás, uno de los músicos que probablemente tocarán a continuación comienza a acariciar un suave y aseado saxo que discretamente desmenuza melodías y tonalidades con fondo de panorama vespertino. La impresión es como si en aquellos momentos todo pudiera sonar bien.
Las terrazas siguen llenas de clientes remolones sin ganas de ponerse en pie, viendo pasar a la gente o deteniéndose en la cola que aguarda a la puerta del cine entreteniendo la espera; mejor seguir holgazaneando tomando cualquier cosa antes que comparecer encerrando la propia sombra entre cuatro paredes. Una campana de alguna iglesia cercana llama a misa, un niño marca con piedrecitas un sendero entre las ruinas romanas hasta que su padre le regaña por “llenarlo todo de chinas”; un grupo de ciclistas, que por hoy parecen haber cumplido etapa y llegado a su destino, deciden hacerse una fotografía de recuerdo, para lo que solicitan el favor a uno de los paseantes que, gustoso, accede sonriente a la petición. En otro rincón una pareja baila un pasodoble ajena al ajetreo general y otros sonríen la festiva ocurrencia… un mendigo pide en inglés y agradece en alemán en el mismo cartel.
Podría seguir así, coreando esta tarde que dará paso a la noche, porque el delicioso poso que va dejando me permitiría estirarla a capricho. Comienza el concierto, un trio de jazz, aquello parece un auténtico fin de fiesta; el cantor respetuosamente descansa. Abducido por el ambiente general no sabría decir en qué país me encuentro, tal es la mezcla de lenguas a lo largo de la plaza y el paseo; probablemente sea el entorno, con La Alcazaba allí arriba, tan feliz, dejando, otro día más, que el sol se vaya recogiendo cada vez más alto sobre sus murallas, hasta que las primeras luces artificiales ahuyenten las sombras e iluminen la plaza sin que ninguno de los presentes nos hayamos percatado de ello.
La ciudad es Málaga, hogar y cobijo de esta especie de espontáneo cosmopolitismo en el que cabe tanto lo visto como lo supuesto, bueno y no tanto, importa la sensación de ciudad abierta dando cabida a todo tipo de gente; sólido argumento para una intensa actividad cultural capaz de mezclarse con la tradición más rancia, sin que ni la una ni la otra desmerezcan o se interrumpan en el espacio.