Caminaba por la Gran Vía madrileña, dirección Plaza de España, cuando inconscientemente, más intrigado que curioso, me puse a buscar la fachada de la Casa del libro en la acera de enfrente. Recorría los edificios hacía arriba y hacia abajo buscando con la mirada y no daba con ella, y no, no me había confundido, debería estar más o menos frente al lugar en el que en aquel momento me detenía. Hasta que otra sorpresa castigó mi curiosidad: no estaba, en el lugar en el que debía estar la puerta de entrada y los escaparates a cada lado solo podían verse varios pilares metálicos desnudos como esqueleto de una planta baja ahora desparecida, un único y enorme hueco que mostraba más oscuridad que escombros. Era lo que quedaba de la no sé si antigua Casa del libro.
Sin pensar en obras temporales o de renovación me fue más fácil admitir que se trataba de otra librería que también desaparecía, una más, y con esta ya no quedaba ninguna de las que me fueron suministrando los libros durante mis estudios, o los que compraba por el placer de la lectura. Ni la efímera El tranvía, creo que en la Plaza de las Cortes, ni la especializada Miessner, junto al Centro Dramático Nacional, cuando las librerías se robaban empleados, cotizados profesionales del libro a los que preguntabas con la seguridad de que te informarían sin ningún género de dudas acerca de ese volumen que desgraciadamente estaba agotado, a punto de llegar o del que posiblemente aún quedaba algún ejemplar dentro, el cual te irían a buscar y traer de inmediato si así lo deseabas. O la constantemente renovada Fuentetaja, la que más juego daba a la hora de encontrar aquello que ya dabas por imposible, convencido de que si el libro que buscabas o necesitabas estaba disponible lo tendrían allí, o al menos te dirían dónde o cuando. Sin olvidar la pequeña Paradox, con aquel señor de aspecto despistado portando unas gafas con los cristales más gruesos que habías visto hasta entonces, quién te atendía de inmediato con más efectividad y rapidez, si cabe, que un terminal informático, y si coincidía que disponían de algún ejemplar rápidamente se encaramaba a una pequeña escalera para llegar al estante más alto, junto al techo, y alcanzarlo presto y sin dudas, para después acercárselo a tan solo un par de centímetros de los cristales de sus lentes y confirmar que, en efecto, estaba donde sabía que debía estar.
Ya no queda ninguna. Pensando en ello parecía como si estuviera llorando el final de una época, pero sobreponiéndome al tono melodramático de pronto advertí que probablemente el equivocado era yo, estaba mirando al pasado, los libros eran el pasado cuando el presente, y sobre todo el futuro, lo tenía a mi espalda. Así que me di la vuelta y me uní al numeroso grupo de manteros que con sus productos expuestos a sus pies ocupaban toda la acera de la fachada del edificio hacia el que ellos y yo levantábamos la vista, Primark, el futuro. Ese enorme espacio, tan antiguo, o más, como alguna de las librerías de las que he hablado, un renovado inmueble que todavía podía presumir de lucir en su estructura unos limpios remaches de un blanco inmaculado afianzando la enorme araña metálica encargada de resguardar a una multitud de personas, miles, que no paraban de subir y bajar portando o tirando de carritos repletos de telas de todo tipo, hipotéticas prendas de vestir arrojadas al cesto de cualquier modo, dando la impresión de arrastrar un revoltijo de trapos o retales que podían servir para cualquier cosa. Una multitud interminable que entraba y salía sin interrupción, resoplaba, se quejaba, se enfadaba en voz alta pero no por ello dejaba de revolver cajones y estantes poseída por un frenesí que no parecía humano.