No sé si en algún momento de la historia tantas personas viajaron tanto como ahora, pero lo que sí sé es que nunca se ha hecho de forma tan innecesaria y vacía como en la actualidad.
El viaje es el traslado, ir, el tiempo invertido en llegar, una aventura, cualquiera sea el lugar y motivo originario del propio viaje. Y una vez alcanzado el destino comenzaba otra etapa que nada tenía que ver con el viaje en sí, correspondía cumplir el objeto del mismo y dar solución, si era el caso, a una serie de necesidades y/o satisfacciones que motivaron el abandono del hogar. La estancia, más o menos temporal o incluso extensa hasta hacerse casi permanente, era otra cosa, podía tratarse de unas pocas horas, días o meses, incluso años; en cualquier caso el nuevo lugar obligaba a permanecer y observar, a curiosear, conocer, admirar, saber y aprender para luego formarse una idea y tener constancia del tiempo y modos de vida de aquellos semejantes a los que tal vez el azar instaló en aquella tierra que les modeló del modo del que ahora sabemos y en algunos casos jamás habríamos imaginado de no haber viajado hasta allí.
Hoy sin embargo el viaje se pretende motivo principal, incluso necesidad, pero paradójicamente ese viaje se parece más a una especie de teletransporte tipo Star Trek que a un proceso temporal más o menos dilatado, de tal modo que el propio viaje es lo menos importante, incluso un fastidio, porque viaje significa preparaciones, traslados, embarques, esperas, dificultades etc., un tiempo que a nadie interesa y a todos incomoda; con otras personas intentando lo mismo, incluso muchísimas, demasiadas igual de ofendidas renegando de forma similar sin que les preocupe que son excesivas para cualquier tipo de viaje. Así que el viaje, viajar, está dejando de existir, si no lo ha hecho ya, porque en la actualidad el tiempo que implica llegar es directamente considerado tiempo perdido.
Pero tampoco hay lugar de destino, o destinos, ni rutinarios ni especiales, ni deseados ni personalmente soñados, solo son imposturas, la obligación de rentabilizar el tiempo que sigue al viaje acumulando lugares con los que elaborar una lista cuanto más extensa mejor, aunque ello implique pasar a toda velocidad y sin ningún interés por el mayor número de referencias posible, da igual el modo, la obligación -nunca personal o propia- o la forma, el caso es regresar en un suspiro con una tabla de ítems lo más numerosa posible. El porqué de todo ello es lo de menos, ni siquiera sirve contarlo, no se puede ni se sabe contar lo que no se ha vivido.
No hay que olvidar el mayor inconveniente para este ridículo viajero, tropezar, después de haberse molestado en acudir, con unos modos de vida a los que no desea adaptarse, le llevaría un tiempo descubrir y comprender o simplemente no le interesan; una infinidad de incomodidades locales agazapadas en cualquier rincón que pueden convertir el viaje en un infierno que a estas alturas el hipotético viajero, respetado portador de sagrados derechos, no está dispuesto a soportar, aceptar y mucho menos entender. Por eso exige, ya de partida, además de un tiempo de transporte minimizado, que el obligado destino invente, cree o se adapte a sus modos y necesidades -caprichos. Porque lo que el necesitado y algo despistado habitante del lugar o lugares de destino no sabe, ni se imagina, es que el hipotético viajero le hacer un favor con su viaje y estancia, da igual el motivo y no viene a cuento el interés o la necesidad que el local tenga de ella. El nativo ha de entender que el supuesto viajero le está haciendo un favor, incluso facilitándole la existencia, casi afirmando con su presencia que sin él no podría subsistir, no tendría donde caerse muerto, no existiría.
Durante siglos muchos hombres han vivido y han sabido de la vida y el mundo sin necesitar salir de su pueblo o comarca, a poco que sus atribuciones intelectuales funcionaran con normalidad no tenía más remedio que reconocer que hombres como él había muchos -no le preocupaba cuantos- y lugares donde vivir tantos o más, luego asumía su papel como otro más sin pretender adueñarse ni hacer listas de ningún tipo. Y si la curiosidad le picaba en exceso se atrevía a dejarlo todo para viajar sin saber, atravesando lugares donde vivían otros como él, en los que se detenía y preguntaba, se admiraba y se despedía como un amigo.