Ambición y desprecio

La reciente aparición en prensa del informe de un jurado de Pensilvania sobre los abusos de centenares de menores por parte de religiosos traía a mi memoria Spotlight, la oscarizada película, basada en hechos reales, de hace unos años que tenía como argumento una investigación similar llevada a cabo en Massachusetts, en este caso por el periódico local Boston Globe.

Prefiero no entrar a valorar los hechos en sí -no encuentro palabras-, tan graves como indignantes, sobre todo porque las víctimas fueron niños y niñas agredidos en la ingenuidad de su confianza, vejados por un mundo de adultos que todavía no terminaban de comprender y respecto del cual crecerían marcados y en guardia, cuando no odiándolo probablemente durante el resto de sus vidas. Pero creo que tan cruel y escalofriante como las mismas agresiones es el terrible silencio que hasta ahora las ha disimulado y ocultado; delitos que probablemente en algunos o bastantes casos fueron cometidos por individuos con serios problemas psíquicos y de madurez, tipos, sin embargo, amparados y protegidos por una cerrada jerarquía que se ha dedicado a guarecerlos evitando que menguara la imagen que encarnaban, una imagen que obligaba a los fieles a reverenciarlos como representantes sagrados sin tener en cuenta que simplemente eran personas como los demás.

Es irritante, escandaloso y claramente delictivo que un entramado de poder y su consiguiente ordenamiento jerárquico, que dice vivir de la verdad -una verdad que jamás ha sido ni revelada ni demostrada- se niegue a reconocer la misma verdad que dice defender, la evidencia del propio delito, e intente extender una niebla de exculpaciones, dudas y silencios por temor a perder influencia y prerrogativas sobre un rebaño al que prefieren en la más absoluta ignorancia a cambio de no dudar de su integridad como personas. Más o menos como si esos tipos se creyeran y vivieran por encima del bien y el mal de los hombres, derecho auto otorgado que les haría pasar de los demás en función de una displicente autoindulgencia que solo es puro egoísmo y ambición de poder.

Un poder dedicado a fomentar y mantener los peores vicios, la arrogancia y altanería del cargo, una falsa humildad con respecto a los considerados inferiores que simplemente es cinismo, la soberbia de creerse y sentirse merecidamente bendecido en el propio orgullo y, lo que es peor, el en ocasiones descarado y la mayoría de las veces oculto desprecio hacia las flaquezas de los otros, de los sometidos, del rebaño, incluida su molesta e inconveniente existencia. Un altivo menosprecio hacia los que consideran permanentes víctimas de una humana debilidad que repetidamente les hace tropezar y caer dificultando y poniendo en entredicho el éxito de los propios pastores, de quienes invierten su precioso tiempo fingiendo velar por aquellos con sus rezos y sacrificios en pos de su salvación. He conocido a religiosos que desgraciadamente viven su religión como un ejercicio de distinción personal que solo ambiciona poder, vendedores de una hipócrita dedicación que nada tiene que ver con una vocación sincera, todo lo contrario, sintiéndose obligados a la inevitable servidumbre de tener que descender al mundo de las dudas y errores de los fieles ignorantes de la verdad, el fastidioso cumplimiento de un expediente que al menos les sirve para despejar el camino del propio ascenso y asegurarse un futuro entre las alfombras y los oropeles de las más altas instancias.

Todos esos niños y niñas, así como nosotros mismos, somos víctimas, obstáculos para quienes se consideran a sí mismos pastores de almas, da igual el dios al que finjan servir; una antiquísima forma de dominio que pretende hacer de cualquier sacerdocio una intermediación parasitaria de los miedos y temores más humanos, una forma de vida inventada y exclusivamente validada por la volátil e indocta fe del creyente. Otra forma más de opresión.

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