Atenas

Aguardando en la cola del metro algunos turistas prolongan inevitablemente la espera general intentando aclarar el ámbito y el precio de su pretendido viaje, si se limita a la zona céntrica de la ciudad propiamente dicha o más allá, tal vez hasta el puerto o el aeropuerto. Los nativos, habituados a la circunstancia, colaboran amablemente con el foráneo sin que éste advierta si la atención es debida a la prisa de cada cual en un día laborable o por pura y desinteresada cortesía. La amabilidad se repetirá en toda la ciudad, da igual el lugar, a la hora de tomar un café o comprando especias en un puesto del mercado; ni un mal gesto, ni una mala cara, ni en la bulliciosa y abarrotada Monastiraki como tampoco en la insurrecta y reivindicativa Exarcheia.

Tal vez por ello llega un momento en el que a uno le gustaría quitarse el sambenito de turista que le identifica allá donde va y sumergirse en la vida local como otro más… echar algo a la cesta de la compra en el Mercado Central, rebuscar entre los libros apilados en columnas que llegan hasta el techo, en la misma acera, protegiendo la entrada de alguna librería de viejo, ver el fútbol en un bar de barrio o cenar en Oxo Nou sin la etiqueta de turista impresa en la frente. Pero esa sensación no puede evitarse, porque la propia curiosidad tampoco consigue que la atención se relaje y convierta nuestro deambular en otro paseo más alimentado con la misma indiferencia de los locales.

Probablemente nos faltarán lugares por visitar, sobre todo una vez comprobada, desde la altura de la Acrópolis, la imposibilidad material de pisotear el laberinto que conforman las regulares e interminables construcciones blancas que se extienden hasta el horizonte ocupando las laderas de las colinas que encierran el valle de la Atenas original. Y probablemente algunos de esos lugares todavía esconderán innumerables restos y construcciones que jamás verán la luz, una inacabable tarea histórica y arqueológica de la que la ciudad vive sin vivir, ajena y agradecida, consecuente en su día a día y sabedora de la obligación de intentar hacerse un hueco ante tal acumulación de historia oculta.

Historia que parece olvidada cuando el sol de Kolonaki te retrata en un siglo XXI que se parece demasiado al de otras ciudades, en el trazado, la asepsia y el comercio caro del que puedes desconectar en algunos cafés con tendencia al postureo y el dejarse ir. Todo lo contrario de lo que sucede cuando curioseas ante las rejas que aprisionan la Universidad Politécnica, una antigua construcción con aspecto de abandono amenazada por una vegetación casi salvaje, ante la cual uno no sabe si está a las puertas de un centro de enseñanza en funcionamiento o junto a una zona de exclusión fruto de alguna revuelta distópica que enclaustró a los estudiantes entre hierros y pintadas de hace ya demasiado tiempo, cicatrices de antiguas batallas que por todo el barrio parecen irresueltas . Entonces echas de menos conocer el idioma local y sentarte a charlar, preguntar qué fue de Syriza o quizás dónde queda el monumento dedicado a Byron.

Pero decides que no puedes llegar a todo, no dispones de tiempo material, así que caminas hasta el Liceo de Aristóteles y te sientas a descansar en un banco a la sombra, haciéndote una mala idea de aquellas piedras en su tiempo e intentando atrapar algo del espíritu y la sabiduría del maestro, por si es cierto eso que dicen algunos raros espiritistas que aseguran que el aliento de los antepasados permanece a lo largo de los siglos en el ambiente y el aire que respiraron, ese que tú respiras ahora. O, como último recurso, aún queda la posibilidad de madrugar y correr hasta la fachada este del Partenón, antes de que llegue la marabunta, y sentarse en silencio a disfrutar de las medidas reales echas carne.

Esta entrada fue publicada en Viajes. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario