Distopía

Cada vez más vivimos en un universo de pequeños mundos cerrados que no llegan, cada uno de ellos, a casa de vecinos, mucho menos a presencias individuales; funcionamos a partir de un sistema de estímulo/respuesta que se extiende a una gran mayoría de las actividades humanas de la llamada civilización occidental. Hasta tal punto estamos embebidos en este desordenado vertedero de cubículos que ya no vale acusar a los más jóvenes de estar poseídos las veinticuatro horas del día por el dispositivo electrónico de turno. El resto se escapa, o sea, todo se nos escapa, estando como estamos más pendientes de sucesos o casualidades particulares, a cual más aleatoria e intrascendente, que del conjunto, del funcionamiento y el absurdo progreso del propio sistema, al que ya por propia convicción nos sentimos incapaces de llegar o comprender. Habituados a deambular por un estrecho círculo de diámetro reducido que comienza y acaba en nosotros mismos, puesto como excusa para justificar nuestra inoperancia, marginal existencia o completa irrelevancia, nos movemos en función de estímulos como única respuesta a otros de similares características, dejando las respuestas más o menos largas y/o reflexivas para los fastidiosos estudios, los adultos inadaptados o el pasado, o simplemente ni existen. Todos, sobre todo y ya, ahora, los poseedores o con acceso de cualquier tipo a alguna conexión a la red, acabaremos desenvolviéndonos instintivamente en función de unas órdenes de respuesta binaria similares a comandos de videojuegos.

En muchos casos ya hoy se actúa como consumidor/interruptor respondiendo de forma inmediata a un identificador que hay que insertar, a la inevitable contraseña u obligados a aceptar una actualización inapelable, casi de vida o muerte; instados a pulsar un “me gusta” que en muchos casos ya es existencial. Manipulados cuando nos obligan a obviar un anuncio si pretendemos llegar donde íbamos, encadenados a obedecer el “volver” o a recuperar la página de inicio para continuar, o a confirmar para repetir lo que hace tan solo unos segundos ya habíamos dicho; en fin, un repertorio de respuestas concretas que no dejan espacio a una mínima reflexión, ni siquiera al más elemental de los porqués; porque ¿por qué he de pasar tantos trámites obligatorios si lo que persigo nada tiene que ver con ellos? El funcionamiento del sistema obliga a pulsar de forma rápida e inconsciente sin que podamos evitar la impresión de haber metido la pata porque no sabíamos si la prisa era porque deseábamos llegar al final cuanto antes o porque nos estábamos poniendo nerviosos con tanto permiso, publicidad y códigos de identificación. El tiempo y las pautas del medio pasan a ser las nuestras, nos es ajeno e impuesto mediante órdenes directas de obligado cumplimiento si pretendemos proseguir.

Reaccionamos a las órdenes como respiramos, hasta el punto de que llegará un momento en el que sin órdenes que nos estimulen probablemente no sabremos continuar, permaneceremos en tierra de nadie, sin saber qué o por qué hemos llegado hasta allí, porque, perdida la propia iniciativa, nos faltará la capacidad para dar el paso siguiente por nosotros mismos, constreñidos por un proceso interminable que se alimenta de clics que igual abren y cierran accesos electrónicos como activan procesos mentales. Y cuando eso suceda nos detendremos en un anónimo e indefinido stand by, y desgraciadamente esa será nuestra vida real. Entonces sí que la historia se habrá acabado.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario