Hay cine religioso -tal y como suena-, cine en el que aparecen curiosos o misteriosos personajes con poderes y capacidades sobrehumanas que se antojan divinos, sin que sean nombrados explícitamente en la pantalla y que el espectador acomoda a su gusto y, por último, otros que expresamente son Dios, o una representación suya más o menos aventurada. La mayoría de estas películas no son directamente doctrinales, sino que los sagrados protagonistas se dedican al bien sin membrete ni proselitismo de ningún tipo; tal vez por eso me costó aceptar que en una película de hace un año, con actores conocidos y muy conocidos, apareciera Dios en toda su plenitud. Como lo leen, el omnipotente y omnisciente creador del universo en, eso sí, versión multirracial; e imagino que se trata de un contraataque de las fuerzas cristianas intentando sostener la moral de tanto individuo desorientado por la falta de fe. Se trataba de un sano, particular y exclusivo Dios protestante -personalizado a gusto de cada consumidor- que venía a recordar que el paraíso es una cuestión individual al que se accede por méritos propios, a saber, con trabajo remunerado, casa en propiedad y una cuenta bancaria más o menos saneada; todo lo contrario de esas otras religiones que predican una salvación general para multitudes en las que la ayuda mutua y el amor a los demás confunden más que aclarar las mentes. Un Dios de un buenismo pueril que vendía con grandes sonrisas un sórdido egotismo particular y una santa resignación lo más alejados posible de cualquier atisbo de solidaridad o de una comunidad o iglesia universal. Tal y como imaginan, un Dios made in America.
Un Dios alejado del clásico rostro ario que se suele disfrutar en las versiones locales, por aquello de la cercanía con el fiel; porque en este caso Dios era mujer, y negra; y en sus otras personalizaciones, todas simultáneas -¡qué magnífica demostración de versatilidad!- también aparecía como mujer asiática, joven moreno de aspecto y rasgos mediterráneos o indígena norteamericano; con la misma sonrisa e ubicuidad e idéntico poder y bondad, hasta el punto de llevar al “prota” de la peli a una envidiable y soleada carrera por la superficie de las aguas que ya quisieran soñar los predicadores más exigentes y puristas. Todo un descubrimiento del que no acababa de dar crédito a medida que la película avanzaba y el Creador desplegaba sus habilidades -las mismas de siempre- a la hora de no saber cómo justificar las tragedias humanas (porque para eso ya está la fe); esas tragedias que suelen golpearnos dejándonos para el arrastre y que nos empeñamos en ver y asumir como no corresponde. Porque frente a nuestra ira, impotencia y desesperación tan terrenales hay algo más que nos resistimos a creer, que Dios nos quiere, por eso aprieta pero no ahoga; es decir, que las desgracias tienen que pasar y nuestra obligación es asumirlas con alegría.
Tan penoso como el resto de la película y donde más se nota la precariedad, tanto formal como imaginativa, de las religiones a la hora de adaptarse al presente era la versión cutre del paraíso que mostraba, en eso parece que no ha pasado el tiempo, se trataba de la misma versión de andar por casa que hace dos mil años se ofrecía a los castigados habitantes del desierto -entonces más bien justificada-, un jardín de lo más kitsch, una beatífica y soleada proliferación de árboles, lagos y flores, una espléndida y fresca vegetación que al parecer alegraba la vista y purificaba el alma de los asolados creyentes de entonces. En eso los productores de la película, probablemente apremiados por un proselitismo infantil de lo más burdo e irrespetuoso para con la inteligencia, no supieron o no se atrevieron a arriesgar en presente, porque en los tiempos que corren quién se aventura con un paraíso para tantos; ¿toda la humanidad? ¿mezclados e iguales cuando nuestra religión es la mejor con diferencia? ¡Qué confusión tan repulsiva! Mejor echar mano de lo que siempre ha funcionado con los espíritus simples.
En fin, que si ya no tuviéramos suficiente con semanas, santos, romerías y patrones locales, ahora viene la derecha norteamericana más recalcitrante a intentar convencernos, de la mano Hollywood, de que el trabajo individual dentro de un orden capitalista de propiedad privada es lo que realmente santifica y gana el cielo. Qué cerca queda Max Weber.
¡Ah! la película por aquí se titula La Cabaña.