En la barra

Mirando la televisión desde la barra el tiempo suele ser de espera, pasa sin que nos demos cuenta, tampoco preocupa, ya se encargan quienes organizan el entretenimiento para que los hipotéticos mirones pongan el aburrimiento de su parte con tal de no despegarse de la pantalla; aguantan, condición que no implica que presten atención o les interese lo que en aquella se cuenta, o simplemente aparece, uno de los condicionantes de la televisión es que la sucesión de imágenes y temas en forma de noticias sea lo suficientemente corta como para que el o los que están mirando no se cansen de mirar ni tampoco puedan ponerse a hablar de cualquier otra cosa que les interese, por ejemplo, ellos mismos. De pronto aparece una noticia sobre un tipo que en Canadá mató a varias personas a las que no conocía sin un motivo aparente, silencio, la perplejidad es común, en principio no hay comentarios, ni a favor ni en contra, tarda en asimilarse pero no hay más; en la pantalla siguen las elucubraciones de unas autoridades que tampoco entienden. No hay palabras, pero a pesar de la distancia cabe una especie de reflexión como comentario, algo que decir, no deja de ser uno de nuestra propia especie el que ha cometido tal barbaridad. Aunque la coincidencia es general nadie habla, nadie se atreve a lanzar una opinión o aventurar una hipótesis de por qué un tipo en apariencia normal decide montarse en un coche y atropellar, y matar, a cuantos se le pongan por delante.

La gente está loca -dice uno por fin-; esto está cada vez peor… va a explotar. Asentimiento general; sin palabras. No sabemos lo que queremos… Más balbuceos nada concluyentes. Sigue sin saberse.

Esta especie de comentarios que no llegan a afirmación, incluido el carácter dubitativo y falto de convicción con el que se dicen, nacen de una especie de temor general para el que no hay un fundamento claro; una duda permanente o aparente indefensión que se contagian sin que a nadie le interese cómo ni qué encuentran en común en cada uno de nosotros. Sin embargo, la sensación general es de pérdida, como si hace ya un tiempo que hubiéramos perdido el control sobre nuestras propias vidas; las poseemos como algo prestado y con ellas asistimos al transcurso del tiempo como invitados, sin fuerzas ni capacidad para sentirnos protagonistas ni propietarios de nuestro propio invento, el tiempo y su inalterable transcurrir según unas divisiones y regularidades que alguien implantó porque no había otras más a mano o porque éstas que tenemos le parecieron las apropiadas. El tiempo es el férreo metrónomo que rige cada vida particular, hasta tal punto obligada a él que cualquier protagonismo humano como singularidad independiente hace mucho que desapareció.

Ayer y hoy, tal y como regularmente hacen los tipos del bar cada mañana a la misma ahora, el tiempo cobija, hace enmudecer y, lo que es peor, justifica a la baja la rutina existencial de lo que antes eran almas con poder y capacidad para sobreponerse al mismo tiempo poseyéndolo como si fuera suyo, viviéndolo al ritmo del propio corazón. Hoy somos solo presencias, regularidades multiplicadas por miles a las que se les ha desposeído de todo protagonismo o capacidad de decisión, sobre todo mental; los movimientos que cualquiera ejecuta son solo eso, movimientos, desplazamientos obligados que tampoco son a sabiendas, sino simple y pura utilidad, o inutilidad. Apenas conscientes de nuestra propia intrascendencia ocupamos, nada más, rellenamos huecos y espacios para los que otros nos trajeron y, en cierto modo, nos obligaron a ocupar sin nuestro permiso y sin que nos advirtieran de que nuestra estancia en este mundo, lo que comúnmente se llama vida, sería de una irrelevancia absoluta. Nacimos capados y sin posibilidad de actuar de forma creíble o simplemente caprichosa.

Nos consumimos al mismo tiempo que consumimos con una formalidad espantosa y una falta de estímulos y apetitos que aterra, y lejos de revelarnos contra nuestra completa inutilidad de humanos sin proyecto ni por qué, nos contentamos con creernos presentes, que no vivos, por el mero hecho de estar, de ocupar, estorbar y aumentar un número sin ninguna calidad ni excelencia, ni constructiva ni creadora. Hemos llegado a una general carencia de sentido como especie, nos reproducimos con la misma inconsistencia que una mosca, con la diferencia de que las moscas no se hacen ilusiones respecto a su importancia en el conjunto de lo existente, se suceden naturalmente con total simplicidad, ni siquiera lo hacen rutinariamente, como nosotros. No lo sabemos ni lo queremos saber, rumiamos, tampoco nos importa cuándo lo decidimos o si fue por propia voluntad; nos han dejado tan faltos de ella que simplemente nos dejamos morir porque toca… ni que nos pregunten… tendríamos que pensar y alarmarnos por tan graves indolencia y dejación de funciones. Por eso cada vez entiendo menos por qué queremos vivir, si hemos perdido el estímulo de renovación, si nos hemos castrado a nosotros mismos como especie.

 

 

 

 

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