Metafísica de la lechera

Probablemente el cuento de la lechera nada tenga que ver con la metafísica al uso, es decir, esa parte de la filosofía que va más allá de la física, la que trata las preguntas sobre el ser, la existencia, el bien, la verdad, etc.; preguntas que los antiguos solían hacerse mientras contemplaban las estrellas y de las que nosotros actualmente pasamos, son demasiado turbias, además de inútiles, y no nos sirven para solucionar nada concreto de la realidad en la que nos movemos; son tan poco reales que no merece la pena dedicarles tiempo real para volverlas a plantear, y ni mucho para esforzarse en resolverlas, si es que tienen solución. Para ello ya están las religiones y sus misterios, que ofrecen una metafísica más simple y menos problemática, eso sí, difícil de comprender, como todo lo elevado, pero para resolver cualquier duda o reticencia ya está la fe, esa herramienta multiusos que solventa en un santiamén cualquier problema de entendimiento o comprensión. Mientras que cualquier pensador al uso pronto se perdería en elucubraciones que solo él entendería acerca de las mencionadas preguntas y su supuesta importancia, la fe nos las soluciona de una tacada, porque de lo que no conocemos mejor no hablar, ese “de lo que no se puede hablar hay que callar” con el que Wittgenstein acaba su Tratactus.

La metafísica del cuento de la lechera, sin embargo, es mucho más útil y sencilla, no dejan de ser también elucubraciones, pero a partir de una realidad concreta que puede verse y tocarse, el cántaro de leche y su existencia contante y sonante. Es otra forma de forjar un paraíso, eso sí, en la tierra -por lo que en bastantes casos suelen recibir el nombre del libro de otro filósofo, la Utopía de Tomás Moro-, algo por lo que relamerse frente al absurdo de la razón en el que se empeñan, por ejemplo, idealistas hegelianos, si es que todavía quedan, o los materialistas marxistas, más cercanos en el tiempo, pero solo eso; utopías, estas últimas, mucho más inalcanzables que ese inalcanzable paraíso celestial que a tan poco y selectivo nos obliga en la tierra.

El problema principal, claro, es cómo se aviene cualquier cuestión metafísica con la inapelable e inevitable realidad de la estancia humana en esta tierra, con los fracasos, el dolor, el sufrimiento, los sucesos inexplicables y lo errático y caprichoso de nuestro propio comportamiento como especie, que no es ni mejor ni peor, es el que tenemos, lo que somos.

En lo referente a las metafísicas más serias, ya sean laicas o religiosas, las cuestiones propias de la materia se tratan o discuten de forma diferente, en el primer caso prolongando las discusiones sine die sin nunca llegar a una solución satisfactoria general y, en el segundo, antes de expulsar o confundir, atajando directamente y de un carpetazo por el cómodo y dócil camino de la fe. En cuanto a la metafísica del cuento de la lechera las respuestas son más de andar por casa y nos permiten construir e imaginar a partir de una realidad que las otras abandonaron por demasiado prosaica. Aquellas siempre nos dejan sin argumentos tangibles y en cambio la metafísica “lecheriana” nos permite forjar a corto y largo plazo mediante proyectos de gran verosimilitud a los que, en caso de fracaso, resulta relativamente fácil sobreponernos porque, de partida, intuíamos que no las teníamos todas consigo. Es cierto que al igual que los metafísicos serios se pierden con facilidad en sus misterios mentales, los del cuento de la lechera también se olvidan pronto de la física, la del cántaro, y entonces tropiezan y se rompe; hecho que no impide que con relativa premura vuelvan a forjarse otros nuevos por si las moscas.

Pero, definitivamente, en la metafísica del cuento de la lechera el ser tiene un significado claro y preciso: soy o seré rico, y existo para gastar cuanto se me antoje; la verdad radica en que tengo dinero y puedo hacer lo me dé la gana y, por último, el bien indudablemente es el dinero ¿qué más respuestas queremos? Con verdades tan físicamente afianzadas puede llevarse una vida feliz -¡ah! la felicidad y sus variopintos significados- y hasta ayudar, si nos place y disponemos de ganas y tiempo, a los demás; para cuestiones más trascendentes -me refiero a la trascendencia que tiene que ver con la importancia, no a la otra-, ya están las festividades como la Semana Santa, que nos recuerdan que es importante reflexionar sobre la humanidad desde la intimidad de nuestra sagrada, coqueta y lujosamente adornada capilla particular. ¿Qué más?

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