El tullido, lo que hoy se considera un minusválido o persona con capacidades diferentes, casi se arrastra en su pequeña silla de ruedas que parece hecha de retales, un descompensado artilugio coronado por una bandera deshilachada que en algún momento fue azul y un pequeño cartel que ofrece quince mil euros de premio a cambio de alguno de los cupones que cuelgan del rincón de su pecho; además, ese mismo cartel también pide disculpas por su intromisión entre la gente normal, está trabajando. Un descorazonador ofrecimiento de buena suerte que a nadie parece importarle porque nadie le hace caso, sobre todo porque el siguiente a su paso ya ha desviado antes la mirada para no encontrarse con la suya. Así que, tal y como apareció y desde su poco más de un metro de altura, silla y ocupante desaparecen por donde vinieron.
Tampoco nadie va a decirle al hombre de la inutilidad de su ofrecimiento porque a nadie le preocupa su vida o su desgraciada incapacidad, y nadie es el mejor calificativo para tantos que a estas horas ocupan, que no pueblan, las calles de esta parte de la ciudad por las que el invalido va tropezando con su silla; muchos yendo y viniendo de forma incesante. Calles que ni siquiera parecen tales, calles que solo los soportan, cobijan su apresurado pasar hacia otros presentes que no son este por el que caminan, obsesionados con otros tiempos y medidas que nada tienen que ver con el ahora físico, vivo; porque este presente, su presente, no existe mientras no hayan llegado, y cuando lleguen donde tal vez les esperan ya será tarde o muy tarde y tendrán que acostarse pensando en mañana, que era el motivo por el que al fin llegaron, habiendo desperdiciado lo que ya es pasado irrecuperable que en el fondo no les importa porque no pueden ni saben cómo detenerse en él para disfrutarlo, tampoco tienen tiempo para ello. No tienen tiempo y mañana siempre apremia, otro día para hacer lo mismo que hoy, que ya es ayer, levantarse hacia un tiempo que siempre es futuro, que no contiene ninguna esperanza concreta y sí una hipotética meta permanentemente renovada que, así mismo, actuará como intermedio hacia otros mañanas que justifican los hoy perdidos o directamente muertos que van gastando lo que suele llamarse vida, sin significados. Toda una vida, término o lapso enorme de tiempo que consume individuos inconscientes de su progresivo e inútil apagamiento mientras pugnan con otros iguales a ellos por poseer un presente pocas veces sentido como tal.
Donde uno mire las calles son la misma, repletas de ausentes, transitada por centenares, millares de cuerpos con sus mentes en otros lugares, una repetida y permanente disociación con nombre de persona vestida para la ocasión. Es invierno, el único dato que puede considerarse presente pero que ellos toman como un inconveniente inevitable, intermedio de otros tiempos venideros que les traerán lo que en estos momentos no pueden tener porque precisamente es invierno, como si el invierno fuera una lacra que condena a las personas a esperar más de lo que ya habitualmente lo hacen.
Una mujer ofrece masajes en medio de la acera en esta fría tarde-noche de Febrero mientras otra mujer mayor fuma desesperadamente en la puerta de un edificio antes de pasar a la zona prohibida de su casa, las dos miran con indiferencia la prisa de estos zombis cansados y ansiosos por el mañana. Su número irá descendiendo progresivamente y las calles se quedarán vacías, tuberías por las que discurre un líquido humano de tullidos del alma.