Pasear

El paseo contiene por principio una variante de distracción que lo hace, si no más interesante -aunque no tiene por qué, se trata de pasear- si más atractivo y entretenido por lo que conlleva de posible descubrimiento para el paseante, protagonista exclusivo que al albur y solaz de sus pasos curiosea por calles y caminos prolongando indefinidamente un tiempo propio valioso por cuanto aporta un plus de distensión indispensable, tanto por su mismo disfrute como por el beneficio de esa tregua o intermedio antes de afrontar nuevas tareas y sus posibles complicaciones. Pasear es, o era, toda una declaración de principios, una actividad en la que primaba el entreacto lúdico o, por contra, una bonita forma de embarcarse en esos necesarios periodos reflexivos o creativos tan vitales y queridos para el propio paseante; pasear también podía convertirse en un auténtico peregrinaje hacia lugares, tanto físicos como del alma, si no recónditos si poco explorados o donde las propias expectativas podían satisfacer cualquier íntima pulsión que no por en apariencia intrascendente dejaba de tener su justo valor.

Tengo que hablar en pasado porque lo que hoy en día mayormente vemos y admitimos como caminar o pasear nada tiene que ver con el entretenimiento, la distracción, el descubrimiento o cualquier tipo de actividad reflexiva, tanto introspectiva como creativa. Pasear se ha convertido en una dura obligación en toda regla, una necesidad impostada nada alegre que tiene más que ver con las apariencias y los demás que con nosotros mismos; pero no son los demás los que nos obligan a ponerla en práctica, nada de eso, sino que somos nosotros los que nos obligamos inducidos por unos modelos urbanos nacidos de la pereza y el aburrimiento, de la falta de curiosidad a la que unas rutinas sociales y de entretenimiento dirigido nos condenan. Entre estas rutinas pasear es una más por la que tampoco conviene preguntarse, ni si apetece, solo que hay que ponerla en práctica cuanto antes porque de lo contrario se corre el peligro de caer irremediablemente enfermo o inevitablemente preso de una obesidad incipiente que tiene de malo lo que nosotros de simples.

Por eso nos hemos habituado a ver a tantas y tantos yendo de acá para allá, bueno, no es precisamente así, lo parece pero es peor, se trata de cumplir a rajatabla itinerarios cerrados en los que no cabe la sorpresa ni la distracción, servidumbres en toda regla que impiden aflojar el paso, detenerse ante un escaparate o una flor, charlar sin prisa con algún conocido dedicado a otras tareas o alterar el recorrido sin un motivo más que justificado, lo que podría traer como consecuencia un final incierto o desconocido que quizás hasta pudiera sorprendernos. Nada de eso, urge de partida y sin concesiones completar el recorrido principal, a buen trote y sin detenciones, ninguna, con paso ligero, la mirada perdida y el gesto entre concentrado y cabreado -por si alguien se atreve a inmiscuirse-; mejor con auriculares -qué de auriculares se venden, menudo negocio- para que así no nos distraigan los vulgares ruidos exteriores o las conversaciones ajenas que molestan y cansan. A pasear también se llama ahora hacer ejercicio, ya lo era antes, pero se trataba de una de las gratificaciones secundarias de la propia actividad y no tenía tanto lustre; hoy el ejercicio es la primera opción, la única, y a ser posible aderezada con la mente en blanco o entretenida, con tal de no pensar, con cualquier ruido artificial de significado cero. También existe la opción de vestirse ad hoc, lo que es más difícil de entender, quizás sea que conviene identificarse de antemano con disfraces para la ocasión -en los que suele perderse el sentido del ridículo- con tal de dejar claro cuál es nuestro objetivo y disuadir a propios y extraños. No sé si es nuestra docilidad o nuestra estupidez la que no conoce límites.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario