Empujamos la puerta del bar, uno de los muchos que se multiplican en una ciudad dormitorio cualquiera, el que quedaba más a mano a la hora de entretener el tiempo con un café; no conocíamos el barrio en el que estábamos ni la calle en la que esperábamos. Una vez dentro resultaba imposible saber si la oscuridad del local, a esas horas de una soleada mañana de invierno, provenía de la umbría que ensombrecía la acera y casi toda la calle o la destilaban los numerosos objetos apilados junto a las paredes sin dejar ningún rincón libre, a lo que añadir una abigarrada decoración que escalaba los altos tabiques hasta llegar al techo; sillas, taburetes, mesas, neveras, cajas de bebidas, lo que parecían trofeos o adornos de caza y numerosas cartas y carteles, algunos indefinibles, llenando también los huecos entre las altas ventanas.
De la oscuridad de la barra surgieron una mujer madura, bajita y de pelo rubio y un muchacho muy joven y bien parecido que en circunstancias normales debería haber estado estudiando lo que el día de mañana podría ser su futuro. Madre e hijo en una mañana de martes cualquiera en un bar cualquiera de una ciudad cualquiera, madre e hijo hundidos en aquella lóbrega negrura, probablemente de su propiedad, ajenos a la espléndida luz con la que un duro sol de invierno compensaba el frío matutino. Durante el tiempo que permanecimos tomando nuestros respetivos cafés no deje de pensar en la suerte del muchacho, en la que en la actualidad parecía su vida, circunstancia que tal vez él mismo consideraba pasajera diciéndose mil veces que estaba allí de paso, hasta encontrar algo mejor, sin ni siquiera valorarlo como futuro; un hipotética eventualidad que al menor descuido amenazaba con atraparlo de forma definitiva en la oscuridad de un bar de barrio repleto de pinchos y aperitivos que lucen mustios y apelotonados y vienen sobrando de un día para otro.
Hay futuros que no parecen de este mundo, o precisamente sí, porque están en este mundo, el inconveniente es que desgraciadamente el futuro no siempre trae de la mano horizontes luminosos, prósperos y abiertos. Hoy día, en muchos lugares, más de los que deseáramos, el futuro muestra una pátina de resignación y última oportunidad que descorazonaría al más pintado; sin embargo y en todo caso, no deja de ser un futuro disponible, tal vez el único, para muchos jóvenes que, de lo contrario, ni siquiera estarían apostando por vivir. De pronto, cuando empujas la puerta de uno de tantos bares de barrio con los que cada día tropezamos en cualquier pueblo o ciudad de este país y ves detrás de la barra una cara joven, piensas en el futuro como una solución precipitada, y en ocasiones única, de la que es imposible extraer la tremenda decepción de sus limitaciones; porque el futuro, ese que nos hemos acostumbrado a considerar y admitir como tal, no debería contener limitaciones, aunque nos haya elegido antes que nosotros a él.