“No se puede jugar con los sentimientos de la gente”, volvía a repetir; era la respuesta final cuando la conversación intentaba ir más allá del simple y cauto comentario buscando algo más que una aséptica opinión o el mero salir del paso. Respuesta o sentencia que, en última instancia, dejaba la impresión de ser otro modo de evitar cualquier juicio y con ello echar balones fuera repartiendo culpas entre unos y otros y eximiendo de toda a sus paisanos, víctimas finales de todo lo que estaba sucediendo últimamente en su ciudad, Barcelona. Afirmación que, dicha en un tono entre definitivo y solemne, parecía casi como mentar a la madre, un punto y aparte en el que detenerse porque no había nada más que decir, o, yendo más allá, porque no se sabía o quería, cerrando de ese modo el paso a una opinión más que, a partir de cualquier otro u otros supuestos, incluso más sensatos o razonables, pudiera dar al traste con la coartada de los sentimientos y demostrar que esa versión o punto de vista, como último intento de justificar o zanjar las relaciones entre personas de diferentes pareceres, quizás venga bien para asuntos amorosos, pero no para cuestiones políticas o sociales, necesitadas del buen juicio y el mejor uso de la razón. También puede ser que eso de los sentimientos, sin dejar de ser cierto, viene bien como excusa cuando no se tiene mucho más que decir, ni se quiere o interesa, sobre todo porque con ello se cierra la puerta a cualquier otro que puede opinar con justa imparcialidad; lo que también puede significar que no se quiere dar el brazo a torcer, evitando o despreciando de ese modo las muchas o pocas razones puestas sobre la mesa, incluidas la verdad o solución que en el fondo todos saben y la parte de los sentimientos no se atreve o no desea reconocer.
Después, todavía con su respuesta o evasiva rondándome en la cabeza, concluía que pretendiendo decirlo todo no decía nada. Sus palabras se parecían más a una cómoda lección aprendida y repetida con la intención de justificar lo injustificable, como es conceder el protagonismo a algo tan voluble y caprichoso como los sentimientos en cuestiones políticas; terreno en el que las pasiones suelen jugar malas pasadas. Si todos sabemos, entendemos, aceptamos y comprendemos los devaneos y problemas que puede provocar el corazón a la hora de enamorarse y cómo cuesta razonar ante ello, no digamos en cuestiones que sobrepasan el ámbito personal y tienen que ver con la vida en común.
Si en cuestiones de amor creo que es mejor seguir al corazón porque en juego hay mucho de uno mismo, en cambio, en el terreno político, donde ha de imperar el acuerdo y la colaboración como elementos fundamentales de convivencia al margen de las emociones estrictamente personales, los sentimientos no son buenos consejeros; pueden ser tan diferentes en cada uno de nosotros que si hubiera que tenerlos en cuenta uno a uno sería imposible la convivencia. En política siempre es bueno que prime la razón y la justeza a la hora de organizar una convivencia que inevitablemente nos obliga a dejar a un lado algo de nosotros mismos a cambio de un presente y un futuro más o menos felices o esperanzadores.