Pero cometo el error de intentar imaginar algo parecido al caso francés en mi propio país, es decir, buscar un punto o momento en nuestra historia más o menos reciente en el que hubiera ocurrido algo similar, una especie de reconocimiento de errores o acto de reconciliación entre los contendientes del último y sangriento conflicto bélico entre españoles; un acto que hubiera permitido, dentro de lo posible, cerrar las heridas y reconstruir el país uniendo fuerzas ante un futuro común… eso es, supongan el fracaso y el país que, de hecho, no somos. Ese necesario pegamento emocional, ese reconocimiento público de aciertos y errores unido al deseo conjunto de comenzar a construir a partir de una esperanzadora reconciliación nunca ha existido por aquí, tampoco un proyecto compartido capaz de vencer tanto rencor enquistado.
El enfrentamiento que dio origen a nuestro último y tremendo conflicto, la Guerra Civil, sigue absurdamente sin cerrarse, no entre sus ya casi totalmente desaparecidos protagonistas, cuestión irrelevante además de imposible, sino tampoco entre sus supuestos descendientes, lo que es muchísimo peor; y sin ese compromiso sigue siendo difícil un proyecto único y colaborativo de país. Nunca ha habido declaración, ni pública ni privada, de los propios errores, todo lo contrario, y creo que en el fondo de todo ello subsiste una pertinaz cerrazón -tan característica, por otra parte, de las gentes de esta tierra- a la hora del entendimiento y la colaboración, cuando no simple estupidez de los implicados, calificativo que más veces de las deseadas podría ser aplicable a gran parte de una población conscientemente ausente que sigue prefiriendo dejarse llevar, habituada como está al patético sainete de las viejas pendencia y sus facciones irreconciliables. Abrevadero en el que siguen alimentándose tanto resentidos y rencorosos caudillos de provincias como intelectuales de círculo católico -igual o más biliosos aún en sus casposos sermones-, tipos incapaces de orientarse en el presente dedicados en cuerpo y alma a remover la mierda con tal de revivir odios, antiguos conflictos y provocaciones sin base real hoy.
Así estamos, una gran parte de la población amagada en un silencio egoísta y cobarde mientras otros se empeñan en buscar desesperadamente una identidad a la que agarrarse, y en ambos casos incluso en contra de sus propios intereses. Por eso seguimos siendo incapaces de ser dueños de nuestro presente, todavía, y eso dice mucho de nuestra ignorancia y nuestra inmadurez democrática, aficionados, aún, al palo, a los caudillajes y caciquismos de todo tipo y a los exaltados discursos de políticos de baratillo que todo lo resumen a que Villarriba se venda mejor que Villabajo; oportunistas sin oficio y ansiosos de beneficios habituados a ganarse la vida a costa de la desidia general.
Y qué mejor ejemplo para confirmar lo que estoy diciendo que el actual gobierno del país, un gobierno proveniente del partido formado por los mismos dirigentes de la dictadura, una auténtica corte que, frustrada entonces por no poder convencer a la población de que votara no a la reforma política que daría paso a esta especie de democracia que padecemos, probablemente porque veía en ello su fin, no tuvo más remedio que reciclarse a última hora para intentar a toda costa mantenerse en el poder y así conservar sus prerrogativas. El mismo partido que todavía hoy sigue sin reconocer públicamente una cosa que se enseña en cualquier clase de Historia Universal de cualquier centro escolar del mundo, que en 1936 en España hubo un golpe de estado contra la legalidad vigente que dio lugar a una guerra civil y a una dictadura fascista que duró cuarenta años. Poco más, los matices, particularidades, acusaciones y violencias por ambas partes deberían reconocerse, estudiarse incluso, reconducirse y valorarse en lo que fuere, pero siempre con el objetivo de un punto final en el que intervinientes y herederos cerraran por fin un desgraciado capítulo ya concluido y acordaran un nuevo país.
Esa es la piedra en el zapato de un país que no sabe ser tal. Ese posible escenario se presentó tras la muerte del dictador, pero los interpretes estaban demasiado ocupados en sus propios intereses, unos intentando reconvertirse en nuevos demócratas y perpetuarse en el poder y los otros empeñados en despachar y saldar cuentas de hacía cuarenta años, de obtener una remuneración a cambio de su permanente enfrentamiento en la sombra a la dictadura o de directamente volver atrás y continuar lo que ya no tenía sentido, sencillamente porque esos años de autocracia habían creado una población nueva que probablemente no estaba interesada en liquidar ninguna deuda, sino que le preocupaba mucho más seguir viviendo en paz. Así, unos y otros, consciente o inconscientemente olvidados de la población real -sujeto amedrentado y sin experiencia que solo supo responder con un silencioso acatamiento-, dejaron para nunca el cierre de la contienda y se dedicaron a reproducir e imponer la misma reyerta que había enfrentado a sus padres y abuelos. Los pactos firmados a partir de entonces no tuvieron nada de regeneradores ni que ver con una reconciliación y el proyecto de un país moderno, tareas que entonces sí podían acometerse puesto que era la totalidad de la población la que salía de una dictadura; todo lo contrario, más de lo mismo pero ahora con los protagonistas renovados. Y así seguimos hoy.