La madre, arrobada por la criatura y ya casi sin piropos que lanzarle, cerró el breve interludio de éxtasis maternal con un “… al menos que sea feliz”; deseo lógico, fácil e intrascendente pero que me dejó con la mosca detrás de la oreja, quizás fuera porque no tenía nada mejor que hacer en aquellos momentos y la frase caía en terreno abonado.
Ese deseo de felicidad a toda costa podría significar que a la criatura, consecuentemente, no le faltaría de nada durante su vida, al menos durante el periodo que estuviera a cargo de sus padres, incluso hasta más allá de donde el sentido común aconseja, lo que es peor. O tal vez quisiera decir que su infancia fuera feliz, luego el mundo se encargaría de ponerlo en su lugar tal y como viene haciendo con cada uno de nosotros. Ese deseo de felicidad tan visceral también podría significar un exceso de protección, tan desgraciadamente común en muchos casos, obsesionado con evitar cualquier mala imagen o experiencia a la criatura, entendiendo por malo todo aquello que pueda contravenir la santa voluntad del infante, o cualquier escena real triste, dramática o directamente trágica que pudiera incidir de forma inconveniente, y hasta traumática, en ese cerebrito en formación; para evitar lo cual mamá estaría dispuesta a todo, a taparle ojos y oídos y, si fuera necesario, volverle la cabeza para no ver ni recibir impresiones que no provinieran directamente de la factoría Disney, no fuera que alma tan tierna llegará a sufrir intuyendo que el mundo de ahí fuera no está hecho para su exclusivo disfrute y felicidad personal. Entonces, aquel deseo se me antoja una auténtica maldición.
También podría referirse tan enternecedora madre al futuro más o menos lejano de su hijo, un futuro en el que lo imaginaba feliz como una persona sensata y responsable que sabría encontrar esa ansiada felicidad en el disfrute de su propia vida, llevando adelante, como todas las demás personas, una azarosa e incierta existencia en la que suele haber de todo, ni definitivamente mejor ni definitivamente peor, y que solo la buena educación de cada cual es capaz de ver, aceptar y entender como se merece. En este caso los deseos de felicidad son compartidos por muchos de nosotros y son lo más lejano a una maldición, todo lo contrario.
Aspiraciones, en fin, que no nos cansamos de desear y desearnos, aunque en el fondo sepamos que son solo eso, buenos deseos que, sin lugar a dudas, tienen la virtud de hacer una conversación más agradable; aunque, ahora que lo pienso, siempre empeñados como estamos en la búsqueda de la felicidad, tal vez se trate de eso la epidemia de pantalones cortos que ha infectado a adultos de toda edad y condición, siendo otro desesperado intento por recuperar la inconsciente felicidad de la infancia, lo que sucede es que ahora las rodillas aparecen menos lustrosas que entonces, algunas grimosas, y carentes de desolladuras y moratones por las interminables caídas infantiles.