Hasta hoy pensaba que artesanal tenía que ver con producciones a pequeña escala de objetos o productos en los que primaba la mano experta del autor, su propia experiencia y la calidad del trabajo hecho sin prisas y no sujeto a cuestiones de mercado; y artesano era alguien dedicado en cuerpo y alma a su trabajo, al margen de modas y tendencias, con una idea bastante clara de lo que pretendía ofrecer a cualquier posible comprador de su labor. Sin embargo, no sé hasta dónde puede decirse de un producto que sea artesanal y qué límites de cantidad y medios justifican tal denominación -y si los hay. Viene esto a cuento porque, de un tiempo a esta parte, los estantes de bares y tiendas se han llenado de botellas de todas las formas y tamaños imaginables; ¡cervezas! un largo muestrario de tamaños y colores con etiquetas para todos los gustos, más discretas o más atrevidas, ofreciendo un exclusivo y delicado cóctel de sabores y matices, algunos entre místicos y esotéricos, que se lo ponen difícil a cualquier experto cervecero que, a día de hoy, se preciara de ello. Resulta que, al parecer y sin motivo aparente, en uno de los mayores países productores de vino a nivel mundial -o el mayor- ha surgido de la nada una fiebre cervecera sin parangón; algo así como si en cada rincón del país florecieran avezados emprendedores que ¡milagro! de pronto hubieran dado con la receta mágica para fabricar líquidos burbujeantes a los que añadir todo tipo de pociones y gustillos, otro intento más de atraer a estómagos distraídos y nada escrupulosos dispuestos a tragar cualquier brebaje que, en este caso, sepa a otra cosa además de a cerveza; como si fuera fácil hacer una cerveza decente, sobre todo en un país donde una gran mayoría se acuchilla el estómago sin piedad con un brebaje de cinco estrellas.
Es cierto que, desde hace un tiempo, el personal de por aquí, incapaz de detenerse en saborear un vino sin emborracharse, viene dando la espalda al producto por excelencia de esta tierra para dedicarse a ingerir brebajes baratos con nombre de cerveza en cantidades industriales, porque están fresquitas, tienen burbujas y poco grado. Supongo que, a partir de ahí, algunos espabilados, animados por ese consumo cervecero sin criterio en el que prima el frescor y la cantidad, decidieron que había llegado el momento de deleitar a público tan poco exquisito con un nuevo gran invento: cervezas artesanales. Alguien debió patentar y distribuir, a tontas y a locas, un kit básico de química para aficionados que fue encendiendo bombillas y, a partir de agua del grifo, destilar soluciones burbujeantes con sabores a cual más retorcido. Y lo peor de todo es que algunos de estos fabricantes no tienen ningún rubor en afirmar que la cuestión es combinar todo lo imaginable con tal de obtener mutaciones que sortear entre el público en general a la espera de un buen resultado económico. Luego, la que más beneficios genere será la buena (?).
Ni lo que se dice artesano es artesano porque alguien rellene cuatro botellas y las etiquete con el primer disparate que se le ocurra ni el público en general es experto catador de nada. Solo faltaría añadir un “Me gusta” en la web de turno para cerrar el círculo. ¿Quedan artesanos, catadores o expertos en algo?